19 04 06

La “cultura” y el análisis del poder

Traducción de Marcelo Expósito

Stefan Nowotny

La “cultura” como concepto teórico y operatorio

“Cultura”, escribió Raymond Williams en sus Palabras clave de 1976, “es una de las dos o tres palabras más complicadas de la lengua inglesa. En parte, esto se debe a su intrincado desarrollo histórico en varios idiomas europeos, pero principalmente a que hoy ha llegado a usarse para conceptos importantes en varias disciplinas intelectuales diferentes y varios sistemas de pensamiento distintos e incompatibles”[1]. De acuerdo con esto, es difícil examinar la “cultura” como concepto teórico sin acabar haciendo referencia a una plétora de definiciones y aplicaciones, o bien, como sucede con frecuencia en las teorías filosóficas sobre la cultura, añadiendo a esta multiplicidad nuevas definiciones del concepto de cultura que no toman en consideración sus complejas semánticas históricas, políticas y científicas. Pero si se la toma literalmente la observación de Williams contiene un valioso consejo de cara a afrontar este tipo de examen, concretamente cuando se refiere al “uso” del término cultura “para conceptos importantes”, porque apunta al carácter operatorio del término cultura.

Lo que entiendo por concepto operatorio, siguiendo a Eugen Fink, es un concepto teórico que no se caracteriza por su definición esencialmente objetiva o temática, sino por la operatoria intelectual que permite y por medio de la cual se fija la definición de los conceptos temáticos[2]. Los conceptos operatorios forman así un medio conceptual que rechaza una explicación temática, en la medida en que los campos temáticos que resultan interesantes de someter a consideración teórica se constituyen en primer lugar a través de este medio. Por esta razón, Fink, cuyas reflexiones se refieren a los sistemas filosóficos de pensamiento, llama a los conceptos operatorios “la sombra de una filosofía”[3]: “La sombra operatoria no dice, empero, que lo ensombrecido sea algo remoto, que está fuera del área de interés: al contrario, [lo que está en la sombra es] el interés propiamente dicho[4]. Por tanto, lo que importa no es sólo con qué se relaciona un interés (aquello por lo que uno se interesa), sino también —y esto afecta también a las implicaciones filosóficas de cada construcción teórica—cómo se relaciona con algo: y en último término se trata también, y muy en especial, de cómo están conectados el interés por algo y cómo el interés se relaciona con ese algo.

Tomemos en consideración en primer lugar cuál es el interés de alguien que está interesado por la “cultura”. Especialmente porque el interés por la “cultura” en general, y más recientemente los estudios culturales en particular, no implican una construcción teórica inherentemente “cerrada”, la cuestión se remite en primer lugar a la semántica histórica del concepto de cultura. De acuerdo con Raymond Williams, en sus significados primarios el concepto moderno de cultura se puede referir a “un proceso general de desarrollo intelectual, espiritual y estético”[5], por consiguiente a los campos (que en ocasiones se pueden limitar, en particular, a las actividades artísticas) de la producción simbólica en su carácter procesual, por una parte, y por otra a “un modo de vida determinado, de un pueblo, un período, un grupo o la humanidad en general”[6]; en consecuencia, a formas de vida identificables de colectivos humanos que inevitablemente han de ser contempladas como totalidades.

A la luz de la “compleja y todavía activa historia de la palabra”[7] Williams rechaza explícitamente cualquier intento por determinar un sentido “verdadero”, “propio” o “científico” de la “cultura”; en otras palabras, se posiciona contra todo tipo de fijación temática de la “cultura”. “Lo significativo es”, en cambio, “la gama y la superposición de significados”[8]. En efecto, lo que se puede interpretar en el desarrollo de los estudios culturales y la ciencias culturales en años recientes no es tanto el intento por fijar un significado de “cultura” sino el trabajo constante por expandir el marco de referencia de estos niveles de significado, redefiniendo las relaciones entre ellos. Por supuesto, el resultado de este tipo de procedimiento es no sólo que ciertos análisis culturales relevantes asumen la substrucción de totalidades colectivas, sino también que se da por hecho que estas perspectivas de totalidad están conectadas con la esfera de lo simbólico. Para esta conexión resulta secundario, en última instancia, si la “totalidad cultural” se toma, en un sentido esencialista, como la “totalidad expresiva” de un colectivo establecido[9], o si se utiliza en el sentido de “mapas de significado” fundamentalmente inhomogéneos —que se corresponden con los “mapas de la realidad social”— al interior de los cuales prevalece un “orden social dominante” que, empero, no deja de ser controvertido[10].

En efecto, justo en este punto la conexión del nivel de los significados simbólicos con una totalidad social substruida se relaciona con el cómo del interés por la “cultura”. Es específicamente esa conexión lo que nunca se tematiza, y ello permite esa oscilación característica entre los principales significados temáticos a los que antes nos referíamos. Y el hecho de que esta conexión tenga lugar en el propio concepto de cultura demuestra también que la “cultura” —no importa cuál sea su fijación temática predominante— es un concepto operatorio en el sentido de Eugen Fink. Los intentos por realizar definiciones “operacionales”, como el llevado a cabo por el antropólogo cultural Clifford Geertz, han tenido poco efecto sobre esto: en su influyente ensayo “Interpretación densa”[11], Geertz propone un concepto semiótico de cultura que enmarca la cultura como “redes de significado” autotejidas en las que el ser humano queda “suspendido”, y define la investigación de las mismas como la interpretación de las “expresiones sociales”, tan sólo para conectar la idea de una “exteriorización intencional” de los significados con el interés por la cultura como un “hecho natural”, como una totalidad social identificable en base a sus formas de expresión[12].

En el caso de Geertz, por supuesto, se da una intensificación semiótica del concepto de cultura, pero el problema es de mayor amplitud, y tiene que ver con la cuestión de qué posibilidad tiene y cuál es la realidad de la traducción de las “texturas” sociales en un “texto de lo social”; y tiene que ver con la cuestión del interés que en efecto reside en este tipo de traducción. Stuart Hall ha expresado pertinentemente las dificultades que afectan a la elaboración de un concepto de “cultura”: “Hemos de presumir que la cultura operará siempre a través de sus textualidades, y al mismo tiempo que la textualidad nunca es suficiente. ¿Pero nunca suficiente de qué? ¿Nunca suficiente para qué?”. Hall deja abiertas estas preguntas, las cuales entiende que producen un trastorno tanto teorético como político, y apunta al hecho de que “desde una perspectiva filosófica, [...] en el área de los estudios culturales fue siempre imposible [...] formular algo así como un concepto teórico adecuado de las relaciones culturales y sus efectos”[13].

¿Podemos acaso ni tan siquiera decidir dar el nombre de “cultura” a este “de qué” y “para qué”? La “sombra” operatoria del concepto de cultura ¿no apunta posiblemente hacia una dimensión extracultural que se inscribe en el interés en la “cultura”? Y la determinación teorética de la “cultura” ¿no habría de hacer justicia exactamente a esta dimensión, en la que habríamos de situar la “fuente” de la conexión entre la producción simbólica y la substrucción de la totalidad social?

 
El significado “cultural” y las relaciones de poder

Observemos ahora qué implicaciones tiene todo lo antedicho al nivel de la práctica social, o para ser más precisos: al nivel de las formas de “política cultural” que, en el campo de los estudios culturales, creen en el potencial transformador y emancipatorio de la “acción cultural”. En su ensayo programático “Putting Policy into Cultural Studies”, Tony Bennett distingue dos perspectivas esenciales que han guiado la relación entre la cultura y la política en el marco de los estudios culturales. En la primera perspectiva “se pone el énfasis en modificar la relación entre las personas y las formas culturales que han estado presentes en su formación”[14]. La preocupación central es aquí generar “prácticas del yo” políticamente transformadoras por medio de cambios en las prácticas culturales. La apropiación crítica de las formas culturales existentes aparece así simultáneamente como empoderamiento cultural al servicio de objetivos políticos emancipadores; las formas políticas correspondientes proponen un cierto camino que el sujeto ha de seguir para deshacerse de las ilusiones ideológicas o para construir nuevas posiciones de sujeto emancipadoras.

La segunda perspectiva de “política cultural” se refiere a la relación de las prácticas individuales transformadoras con los proyectos políticos colectivos. Asumiendo las teorías de Gramsci, se trata aquí en primer lugar de producir “sujetos que se oponen a las múltiples y variadas formas de poder en las que se encuentran, y en segundo lugar, [...] de organizar a esos sujetos —aunque sea de manera laxa, precaria y provisional— en una fuerza política colectiva que actúa en oposición a un bloque de poder”[15]. La afirmación de Bennett es pertinente en la medida en que las perspectivas políticas de este punto de vista apuntan hacia la coherencia ideológica y la articulación unificada de un sujeto político (de clase) emergente, y se basan en la creencia de que es la “cultura” —en tanto que campo privilegiado en la lucha por la hegemonía, la cual se alcanza organizando mediante la educación política, etc.— lo que permite que se produzca este tipo de articulación.

Bennett subraya correctamente que ambas perspectivas de política cultura ven la “cultura” esencialmente como un área de prácticas significantes, y constituyen por tanto sendas ideas de política que piensan la política como algo enraizado en procesos significantes, o dicho de otra forma: constituyen formas políticas cuyos medios centrales son las prácticas significantes y discursivas. Empero, es ésta, en último término, la razón por la cual estas perspectivas, desde el punto de vista de Bennett, no son capaces de prestar suficiente atención a “las condiciones institucionales que regulan los diferentes campos de la cultura”[16].

Un ejemplo instructivo, en lo que se refiere al problema del poder que vamos a discutir aquí, se encuentra en el análisis de la hibridez cultural poscolonial propuesto por Homi Bhabha[17]. De acuerdo con él, en el contexto colonial el desarrollo de la “hibridez” se debía principalmente a que el poder colonial, para que pudiese imponer su dominación de forma concreta, tenía que depender de que el pueblo subyugado asumiese los símbolos y discursos de la autoridad. La repetición de la relación de dominio que tiene lugar en esta asunción mediante el acto de subyugación, empero, no es de ningún modo su mera representación. Mediante la repetición o mediante la alienación que de ella surge se introduce una diferencia en las relaciones sociales que hace que ni la autoridad colonial ni la sociedad oprimida queden intactas, sino que las “hibridiza”, temporalizando y desestabilizando así las relaciones de poder existentes. La repetición aliena y transforma los símbolos de autoridad en signos de diferencia.

Por reformular las implicaciones que tiene este punto de vista de Bhabha para la relación de la cultura con el poder: la transición, en la que el análisis de Bhabha sitúa el cambio político, ocurre exclusivamente al nivel de la significación. En esta transición, lo cultural demuestra ser un “efecto de prácticas discriminatorias”, pero en el sentido de que es una “producción de diferenciación cultural como signos de autoridad”, que interviene en el ejercicio de la autoridad representando su fragilidad y fugacidad. Hasta cierto punto es producida por las relaciones de poder existentes, y las reproduce, pero sólo de manera que los significados culturales pueden al mismo tiempo inducir desplazamientos de estas relaciones de poder. De esta manera, la cultura se nos muestra como un diferencial de poder, lo que significa que no sólo representa la inestabilidad del poder (como no-idéntico a sí mismo o, como dice Bhabha, como “parcialización” de su presencia), sino que también asume el modo de funcionamiento del poder, cambiando así su forma concreta y su determinación de las relaciones.

El análisis de Bhabha se inscribe así en un punto de vista que se sostiene hoy ampliamente en el campo de los estudios culturales recientes en lo que se refiere a la relación de la cultura con el poder, de acuerdo con el cual el análisis “de las estructuras de poder en el campo cultural” es adecuado al mismo tiempo para “mostrar con claridad [la] mutabilidad [de dichas estructuras]”[18]. No es por azar, empero, que Bhabha vuelva una y otra vez a discutir la cuestión de la representación, porque toda su argumentación se sostiene y derrumba por la presuposición de que los significados culturales son re-presentativos en el sentido de que dinamizan adecuadamente, por así decir, las contradicciones intrínsecas de una constelación de poder, específicamente bajo la forma de la producción cultural y los sujetos culturales “híbridos” que promueven una transformación “apropiada” de las relaciones de poder existentes; en breve: que la “cultura” puede ser definida inequívocamente como un diferencial de poder (en lugar de como una mera función del poder).

Lo que encontramos aquí en último término, como en otros desarrollos teoréticos, es la asunción de un “campo cultural” (per se) transhistórico, del cual se supone que asegura la legibilidad de las relaciones sociales en una “articulación cultural”, por un lado, pero por otro también la mutación de estas relaciones por medio de la “producción cultural”. Es esta producción la que, de acuerdo con la posición de Bhabha y otros, interviene en la reiteración del poder, dando así prueba, tanto en el plano teorético como en la práctica, del carácter contingente de las relaciones. Llegados a este punto, empero, se hace evidente que existe una segunda presuposición, en la medida en que se interpreta que el poder opera como una reiteración que se refiera a un orden social dado: y sin embargo, el problema del poder, en la medida en que apunta más allá de la existencia concreta de jerarquías, ¿acaso no tiene que ver con las condiciones de constitución de los órdenes sociales, es decir, en cierto sentido, con “lo relacional” de las relaciones? Lo cual sugiere que estas cuestiones se deben religar con el problema de la relación entre la producción simbólica y la totalidad social, que es donde he intentado situar el carácter operatorio del concepto moderno de cultura.

 
La “cultura” y la constitución del poder

Volvamos a Tony Bennett, cuya insistencia en la importancia de las condiciones institucionales no busca simplemente identificar cuál es el parámetro “cultural” más o menos influyente (en el sentido de que las “instituciones” existentes imponen un marco de condiciones y restricciones a las prácticas significantes político-culturales). Lo que Bennett hace es más bien identificar estas “condiciones institucionales y, de forma más amplia, políticas y gubernamentales”[19] como constitutivas, no sólo de los problemas y relaciones políticas con las que ha de tratar una política cultural, sino también de las varias formas y campos de la propia “cultura”. Podemos dejar a un lado las conclusiones prácticas que Bennett extrae para observar a cambio las consecuencias que ello tiene para el uso teorético e histórico del concepto de cultura: el punto de vista de Bennett, en concreto, ya no permite limitar la reflexión histórica sobre el concepto de cultura a un mero problema semántico que permite sin embargo aplicar todavía un concepto transhistórico de cultura siempre y cuando se tome en consideración la necesidad de reflexionar sobre el repertorio histórico de connotaciones que adopta el concepto. En efecto, el punto de vista de Bennett conecta tanto la semántica histórica como la determinación teorética del concepto de cultura con las condiciones histórico-políticas específicas en las que éste se desarrolla, en otras palabras: con la modernidad política.

Bennett encuentra en el artículo de Raymond Williams sobre la cultura incluido en Palabras clave un importante punto de referencia para este tipo de procedimiento. Éste incluye una cita del libro de Milton The Readie and Easie Way to Establish a Free Commonwealth (1660) donde hallamos un uso temprano de la palabra “cultura” como sustantivo con autonomía:

“Difundir mucho más Conocimiento y Civilidad, y hasta Religión, a todos los lugares del País, comunicando el ardor natural del Gobierno y la Cultura de manera mejor repartida a todas las partes extremas, que hoy yacen en el aturdimiento y la ignorancia”[20].

Mientras que Williams se muestra satisfecho con hacer notar que las palabras “Gobierno” y “Cultura” se pueden leer aquí “en un sentido bastante moderno”, hasta el punto de que el pasaje se refiere a “un proceso social general”, Bennett plantea una pregunta obvia sobre esa yuxtaposición de “gobierno” y “cultura” que se da por garantizada: aquí la “cultura” no caracteriza “ni al objeto de gobierno ni, con toda seguridad, a su opuesto subversivo; se trata [del] instrumento [de gobierno]”[21]. En efecto, como argumenta Bennett, Milton utiliza la palabra “cultura” en un sentido específicamente moderno, o sea en el sentido al que se dio forma a finales del siglo XVIII y principios del XIX, a la vez objeto e instrumento de gobierno: “es su objeto u objetivo en la medida en que el término se refiere a la moral, los comportamientos y los modos de vida de las capas sociales subordinadas; es su instrumento en la medida en que es la cultura en su sentido más restringido —el dominio de las actividades artísticas e intelectuales— lo que ha de suministrar los medios para que el gobierno intervenga y regule la cultura como el dominio de los comportamientos morales, los códigos de conducta, etcétera”[22].

El asunto crucial aquí es hasta dónde hunde sus raíces el interés generalizado por la “cultura” y el creciente anclaje institucional de lo “cultural” en la “gubernamentalización de la vida social”; en otras palabras: en las técnicas simultáneamente individualizantes y totalizadoras de regulación social que Foucault resumió, en referencia a la ciencia policial de los siglos XVII y XVIII, bajo el término “policía”. El propio Bennett apoya este argumento con la siguiente cita del Treatise on the Police of the Metropolis (1806) de Patrick Colquhoun:

“Y no es un rasgo baladí de la ciencia de la Policía [...] preservar el buen humor del Público, y predisponer en el sentido adecuado el estado de ánimo del Pueblo... Dado que el recreo es necesario en toda Sociedad Civilizada, todos los Espectáculos Públicos se deben poner al servicio de la mejora de la moral y servir de medio para infundir en el estado de ánimo el amor a la Constitución, la reverencia y el respeto de las leyes [...]”[23].

Es seguramente el interés primordial de Bennett en instituciones como el museo moderno y en las posibilidades de la acción política transformadora en el seno de las tecnologías culturales modernas lo que le dificulta el entrar en más detalles sobre el “amor a la Constitución, la reverencia y el respeto de las leyes” que la “cultura” se supone que ha de instigar. Aquí la cultura se convierte, obviamente, y más allá de su “función civilizadora”[24] general, en el instrumento de una integración social en la comunidad política. Y aún así, ¿a qué se refiere el “pueblo” que el texto de Colquohoun nombra como objeto de dicha integración? Recurriendo a Foucault, Bennett apunta acertadamente que la “Policía” se ocupa de individuos no específicamente en un sentido legal, sino a “seres vivos trabajadores y comerciantes”[25], los cuales son interesantes para la ciencia policial precisamente en la medida en que son componentes de una totalidad, y esta totalidad es, como dijo Foucault, “la masa de la población, con su volumen, su densidad, naturalmente con el territorio sobre el que se extiende [...]”[26].

El verdadero objeto y objetivo de la cultura es la población en su totalidad; y la expansión de la cultura está al servicio, en el sentido de la ciencia policial, de una integración comprehensiva y capilar de los individuos que viven, trabajan y se recrean en esta totalidad que es la población.

Ello no se debería entender, por cierto, como una extraña forma de implementar un tipo de ciencia policial que desde la perspectiva actual resultaría poco más que curiosa. En el preámbulo de Culture 2000, el primer programa cultural a gran escala para la Unión Europea, se habla constantemente de la “cultura” como un elemento esencial para la “integración europea”, como algo que contribuye a la “afirmación y vitalidad del modelo europeo de sociedad”, como un “factor de integración social y de ciudadanía”, concluyendo así:

“La plena adhesión y participación de los ciudadanos en la construcción europea requieren poner de relieve aún más sus valores y raíces culturales comunes como elementos clave de su identidad y de su pertenencia a una sociedad basada en la libertad, la democracia, la tolerancia y la solidaridad”.

No encontramos aquí ya, por supuesto, “la mejora de la moral”; se trata más bien de poner “de relieve el patrimonio cultural común” para que un “espacio cultural común a los europeos sea una realidad vida”: un patromonio cultural que se declara “elemento clave” de los pretendidos principios políticos universalistas de libertad, democracia, tolerancia y solidaridad[27]. Ello muestra que en la “cultura” que busca ser constitutiva de la población se puede hacer referencia a la vez a ambos significados primarios del concepto histórico de cultura descritos por Williams: al “proceso general de desarrollo intelectual, espiritual y estético” tanto como al “modo de vida particular” de un grupo, en este caso el devenir europeos que se integran por medio de su afiliación cultural.

Mi tesis es que un análisis de la “cultura” tendría que partir de este punto, sin conformarse con aceptar un concepto operatorio de cultura que afirma tener validez transhistórica y analiza cómo los significados culturales de la diferencia son un efecto del poder, aunque también sean ya la superación inherente de las relaciones de poder existentes. Al igual que los estudios culturales, pero desde una perspectiva diferente, este tipo de análisis de la “cultura” como función histórica tendría que enfocar indudablemente tanto el papel de la “cultura” en la formación de la conciencia nacional moderna como la delineación del concepto etnológico de cultura en el contexto del colonialismo, su administración política y sus estructuras de control. Tendría que ser capaz de definir con más precisión, por ejemplo, el papel específico que ha jugado la “cultura” en la génesis del pensamiento (neo)racista, el cual, de acuerdo con Étienne Balibar, está determinado por la necesidad de crear afectos y evidencias “compartidos” entre los individuos de una sociedad, en las que el parentesco ha perdido gradualmente su función de estructura social determinante[28]. Y finalmente, basándonos en este tipo de análisis sobre la función de la “cultura”, las investigaciones de Foucault sobre la gubernamentalidad deberían ser también ampliadas y reexaminadas: Foucault veía la gubernamentalidad como algo constituido esencialmente por la convergencia de procedimientos y análisis que se referían a la tríada compuesta por la población, la economía política y los dispositivos securitarios, y prestaba poca atención al interés por la “cultura” que se estaba desarrollando históricamente en paralelo. Empero, las discusiones actuales sobre políticas migratorias, por ejemplo, demuestran de forma cada vez más clara cuán estrechamente se entrelaza esta tríada con diversos discursos sobre la “cultura”.

Pero, sobre todo, este tipo de investigación sobre la “cultura” debería acometerse bajo la forma de un análisis de la constitución del tipo concreto de poder que se manifiesta a través del interés por lo “cultural”. Si la sombra operatoria del concepto de cultura, de la cual hemos de sacar este interés a la luz, se debe definir específicamente como una conexión del plano simbólico con la substrucción de las totalidades sociales, entonces ya no resulta posible definir la “cultura” como el área de las “formas de expresión social”, de las “prácticas significantes” o de los “procesos de codificación” social, si ello se refiere a un sustrato social del que —dejando a un lado que se considere homogéneo o heterogéneo— se presume que es una totalidad. En su lugar, la “cultura” como tal se debe aprehender como una forma de expresión histórica y políticamente específica y contingente, en el sentido de que regula un cierto tipo de afirmaciones, juicios, simbolizaciones, representaciones; y que impregna y es impregnada por formas de contenido igualmente específicas y contingentes desde el punto de vista histórico y político haciendo que toda una multiplicidad humana aparezca como “una totalidad de la población”[29]. Desde esta perspectiva, pues, no es la “vida” de la comunidad lo que se “expresa” en la cultura; es en cambio la forma de expresión de la “cultura” lo que se relaciona con la forma de contenido de la “población” entendida como una totalidad de individuos “vivos”, actualizando así una “cultura” que puede atravesar determinaciones integradoras y diferenciadoras, dando una finalidad a las funciones de lo simbólico y (re)organizando la materialidad de lo social.

La consecuencia que de ello se extrae es que deberíamos al menos tomar con la debida mesura y precaución los discursos sobre la “cultura” y las “culturas” que hoy se dan por garantizados, prestando más atención a lo que quizá ha sido siempre un factor crucial en el interés moderno por la “cultura”: la culturalización de lo social.

 
La versión completa de este texto se publicó en Stefan Nowotny y M. Staudigl (eds:), Grenzen des Kulturkonzepts: Meta-Genealogien, Turia+Kant, Viena, 2003. Estoy agradecido a Birgit Mennel y Andrea Salzmann por haber preparado esta versión abreviada.



[1] Raymond Williams, “Cultura”, Palabras clave, traducción de Horacio Pons, Nueva Visión, Buenos Aires, 2000, pág. 87.

[2] Eugen Fink, “Operative Begriff in Husserls Phänomenologie”, Nähe und Distanz, Alber, Friburgo y Munich, 1976, especialmente págs. 185 y ss.

[3] Ibídem, pág, 186.

[4] Ibídem, pág. 189.

[5] Raymond Williams, “Cultura”, op. cit., pág. 91.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

[8] Ibídem.

[9] Para una crítica de la “totalidad expresiva” véase Stuart Hall, “Cultural Studies: Two Paradigms”, en Media, Culture, and Society, nº 2, 1980.

 

[10] Véase Stuart Hall, “Encoding, Decoding”, en Simon During (ed.), The Cultural Studies Reader, Londres y Nueva York, 1993, pág. 98.

[11] Véase Clifford Geertz, “Descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la cultura”, La interpretación de la culturas, Gedisa, Barcelona, 1997.

[12] ¿Cómo si no habríamos de interpretar la afirmación de Geertz de que “por definición, sólo un nativo hace interpretaciones de primera mano, porque se trata de su cultura”?

[13] Stuart Hall, “Cultural Studies and its Theoretical Legacies”, en Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula Treichler (eds.), Cultural Studies, Routledge, Londres y Nueva York, 1992, pág. 284.

[14] Tony Bennett, “Putting Policy into Cultural Studies”, en ibídem, pág. 24.

[15] Ibídem, pág. 25.

[16] Ibídem.

[17] Homi Bhabha, El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2002.

[18] Günther Sandner, “Kultur as Gegennatur – Natur als Gegenkultur”, en Lutz Musner (ed.), Cultural Turn. Zur Geschichte der Kulturwissenschaften, Turia+Kant, Viena, 2001, pág. 150.

[19] Tony Bennett, “Putting Policy into Cultural Studies”, op. cit., pág 25.

[20] Citado en ibídem, pág. 25, y Raymond Williams, “Cultura”, op. cit., pág. 88.

[21] Tony Bennett, “Putting Policy into Cultural Studies”, op. cit., pág 25.

[22] Ibídem, pág. 26.

[23] Citado en ibídem, pág. 27.

[24] Ibídem, pág. 28.

[25] Ibídem, pág. 27.

[26] Michel Foucault, “La gubernamentalidad”, Estética, ética y hermenéutica, Obras Esenciales, Volumen III, Paidós, Barcelona, 1999, pág. 196.

[27] Véase también Stefan Nowotny, “Ethnos or Demos? Ideological implications within the discourse on ‘European culture’” (http://eipcp.net/transversal/1100/nowotny/en).

[28] Étienne Balibar, “Der Rassismus: auch noch ein Universalismus”, in Uli Bielefeld (ed.), Das Eigene und das Fremde. Neuer Rassismus in der alten Welt?, Junius, Hamburgo, 1991, pág. 184.

[29] Sobre los conceptos “forma de expresión” y “forma de contenido”, y sobre la teoría del poder más general que sirve de fondo a estas reflexiones, véase Gilles Deleuze, Foucault, Paidós, Barcelona, 1987.

http://translate.eipcp.net/strands/01/nowotny-strands01en
"Culture" and the Analysis of Power