Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos
I
De acuerdo con el origen lingüístico del concepto de traducción, la noción de “traducción cultural” remite inmediatamente a un contexto de la expresión. De ser cierto que, como afirma Roman Jakobson, “el significado de cualquier signo lingüístico es su traducción por otro signo alternativo que puede sustituirlo”, y que por medio de dicha traducción un signo se puede “convertir en otro signo más explícito”[1], podemos extraer de ello al menos tres constataciones: (1) todo signo (lejos de ser un mero índice de aquello a lo que se refiere) mantiene con otros signos complejas relaciones de diferenciación, pero también de solidaridad que, aun siendo difíciles de definir, favorecen su traducibilidad produciendo así significado; (2) más allá de lo antedicho, los signos son también magnitudes intensivas, esto es, implican diversos grados de explicitud que parecen estar fundamentados principalmente en la relación entre lo expresado y la expresión manifiesta; ésta es la única manera de entender la idea de que unos signos son más “explícitos” que otros[2]; (3) en definitiva, es virtualmente imposible reducir este carácter de mayor o menor explicitud —como Jakobson parece sugerir en los pasajes citados— a una cuestión de precisión y univocidad de los significados (preestablecidos o producidos) sin hacer abstracción de los hablantes concretos en tanto que instancias de la expresión y asimismo —con todas las consecuencias teóricas y políticas que ello comporta— de los diferentes niveles de acción lingüística y de su carácter siempre y necesariamente situado.
¿Cómo se entiende entonces el contexto de la expresión —que es donde podríamos localizar la cuestión de la traducción— en el marco de las construcciones teóricas que actualmente utilizan el concepto de “traducción cultural”? Las presuposiciones implícitas fundamentales de este tipo de construcciones teóricas que encontramos principalmente en el campo de los estudios culturales y poscoloniales se pueden bosquejar de la siguiente manera: sólo en la medida en que algo se expresa por medio de “una cultura” o de “la cultura en general” —es decir, en la medida en que se abre un margen de diferencia entre lo expresado y su expresión manifiesta— podemos admitir que “lo cultural” y “las culturas” son traducibles: la producción de significados “culturales” se fundamenta precisamente en esta traducibilidad. En esta concepción de la “traducción cultural”, que sigue el modelo de la traducción lingüística, la “cultura” no constituye sencillamente el punto de partida y el objetivo de esta traducción (la “cultura” que o de donde traducimos, y la cultura a la cual algo es traducido), sino que la “cultura” es el medio de la traducción, así como su ejercicio en tanto que práctica material. Sólo en la medida en que la traducción se entiende como una actividad “cultural” —en la que las instancias “culturales” de la expresión son al mismo tiempo instancias de traducción— se puede actualizar la cultura como un medio de traducción, de manera tal que “lo cultural” que constituye el punto de partida y de referencia de la traducción se pueda hacer aparecer al final como un algo “cultural” otro, diferente del anterior.
Estos presupuestos, empero, hacen surgir una cuestión que tiene dos aspectos. En primer lugar —siendo la siguiente una de las razones por las que considero indispensable escribir “cultura”, “cultural”, etcétera sistemáticamente entre comillas, como términos problemáticos—: aplicar directamente el concepto de traducción a la “cultura” perpetúa la idea, sin ponerla en duda, de que existe un paralelismo entre la teoría del lenguaje y la teoría de la cultura; idea cuestionable a pesar de, o precisamente por, su vigencia y tradición de 250 años (durante los cuales la noción de cultura se ha venido difundiendo tanto mediante la producción de un discurso científico como en debates públicos). Pero también nos podemos preguntar en segundo lugar —y he aquí el punto alrededor del cual gravitarán mis reflexiones, por más que en las páginas siguientes sólo podré abordarlo de manera esquemática e indirecta— de qué manera se trata el problema de la expresión en las teorías que hablan de la “traducción cultural”.
Por anticipar mi tesis: considero demostrable que los estudios culturales, o al menos grandes áreas de los mismos, así como las teorías culturales y las teorías políticas que con ellos están emparentadas, se basan tácitamente en algo que podríamos llamar tentativamente la “estructura de la expresión”, pero dejándola impensada —o integrándola directamente en las configuraciones conceptuales que tales teorías producen— precisamente porque los estudios culturales han asimilado ciertos postulados estructuralistas y posestructuralistas de manera tal que la "estructura" y la "expresión" serían presuntamente dos perspectivas incompatibles. No obstante, dejando aparte problemas de orden teórico, son justamente las pretensiones emancipadoras de los estudios culturales las que exigen una mejor comprensión de la “estructura de la expresión” de las articulaciones políticas.
II
La intervención de Judith Butler en el debate iniciado por Martha Nussbaum en 1994 sobre la cuestión del cosmopolitismo[3] puede servirnos como un primer ejemplo de este doble gesto que consiste en recurrir a la expresión mientras se suprime toda discusión que pueda problematizar el paralelismo que se asume entre lo expresivo y “lo cultural”. Desde el comienzo mismo de su contribución Butler no alberga ninguna duda sobre el hecho de que la universalidad a la que apela Nussbaum en su defensa del cosmopolitismo sólo puede pensarse adecuadamente si tenemos en cuenta que existen diferentes articulaciones “culturales” de lo universal. Resalto mediante cursivas el papel central —que sin embargo no se cuestiona— que la idea de “articulación” tiene en la siguiente cita de Butler: “[el hecho de que] hay diferentes condiciones para su articulación [se hace evidente] cuando el significado de ‘lo universal’ demuestra ser culturalmente variable, y las articulaciones de lo universal operan precisamente en contra de la pretensión de que lo universal goza de un estatuto transcultural”[4]. Así, de acuerdo con Butler, hemos de tomar en cuenta la posibilidad de que, en vista por ejemplo de cómo se formulan ciertos derechos universales, en ellos “lo universal se articula sólo parcialmente, de manera que no podemos saber de antemano qué formas puede adoptar”[5]. Butler considera que esta dificultad se resuelve mediante un proceso de negociación progresiva (que no necesariamente “progresista”) que se alimenta de una “contradicción performativa”[6] entre las formulaciones convencionales de lo universal (vigentes en cada momento) y las articulaciones que, estando excluidas de tales formulaciones, exigen ser incluidas. En referencia a Homi Bhabha, Butler llama a este proceso “traducción cultural”[7].
En estas afirmaciones nos volvemos a encontrar evidentemente con la tríada que esbocé al comienzo: lo expresado, la expresión concreta y las instancias de la expresión. Con la misma evidencia, empero, la formulación de Butler reúne los tres elementos estructurales del contexto de la expresión en un contexto temático y conceptual que reduce el problema de la expresión (o “articulación”) a una especie de subtexto, mientras que se trae a primer plano una oposición esquemática entre la universalidad y la particularidad (“cultural”): lo que se expresa es lo universal (aunque sólo se articule parcialmente); las expresiones concretas son articulaciones “culturalmente” variables y las instancias de la expresión son aquellos sujetos excluidos que reclaman ser admitidos en las formulaciones actuales de lo universal. Pero, aunque Butler presenta la “articulación” como el verdadero motor de la “contradicción performativa” (y por tanto del cambio social y político), su noción de “articulación” no deja de ser bastante oscura.
Una oscuridad que no deja de tener consecuencias pues conduce, de manera general, a una presuposición tácita pero en absoluto autoevidente: que la resolución de las contradicciones performativas en el plano de la articulación conlleva ipso facto una transformación (emancipadora) de las condiciones actuales de inclusión y exclusión. En lo concreto, nos obliga a preguntarnos cómo las articulaciones “emancipadoras” que exigen ser integradas en las formulaciones actuales de los derechos se pueden distinguir —y distinguir además en el plano de la articulación misma— de las articulaciones que —basándose también en su condición de excluidas— afirman su “derecho” en virtud de la exclusión de otros[8]. En ambos casos se plantea el problema de la expresión como un problema de correspondencia, no solamente por la necesidad de precisar hasta qué punto las articulaciones se corresponden con las condiciones presentes de exclusión social y política o de forma más general con las relaciones de dominación (especialmente porque el ejercicio de la dominación no consiste solamente en excluir), sino también por conocer la naturaleza de esta correspondencia. En lo que respecta a la “traducción cultural”: ¿qué tipo de correspondencia existe entre lo que se llama “traducción cultural” y la cuestión del cambio social y político a la que esta noción pretende dar respuesta?
En efecto, sería absurdo afirmar que las recientes teorías culturales y políticas emparentadas con los estudios culturales no han prestado atención a estos problemas. Y no menos absurdo sería afirmar que quienes sí se han enfrentado a ellos han aportado una respuesta unánime. Pero aun así no todos los teóricos se los han planteado: Homi Bhabha, por ejemplo, de quien Butler, como hemos visto, toma la noción de “traducción cultural”, se contenta con desechar el problema de la expresión en favor de una “textualidad” a la que los análisis teórico-culturales se pueden referir sin necesidad de ir más lejos, la cual, al mismo tiempo, se identifica con lo político: “la textualidad no es sencillamente una expresión ideológica de segundo orden o un síntoma verbal de un sujeto político preexistente”; bien al contrario, continúa Bhabha, “el sujeto político —al igual que, en efecto, el sujeto [el asunto] de la política— es un acontecimiento discursivo[9].
En comparación con lo anterior resulta de más ayuda el siguiente pasaje extraído de una conferencia promulgada por Stuart Hall en 1992 sobre “el legado teórico de los estudios culturales” (y que se puede leer como un comentario indirecto y anticipado sobre las afirmaciones de Bhabha): “[asumamos] que la cultura siempre operará a través de sus textualidades, pero también que la textualidad nunca es suficiente. ¿Pero nunca suficiente de qué? ¿Nunca suficiente para qué? Es una pregunta extremadamente difícil de contestar porque, filosóficamente, ha sido siempre imposible en el campo de los estudios culturales [...] formular un concepto teórico adecuado de las relaciones culturales y sus efectos”[10]. Desde el punto de vista que aquí sugiero, la inquietud manifiesta de Hall concierne precisamente a un plano “extratextual” que vendría a cubrir las lagunas de la textualidad, lo que también nos conduce precisamente al plano de la expresión, esto es, a la cuestión de qué estructura expresiva y qué expresividad inherentes a la propia textualidad nos permitirían responder al “de qué” y “para qué” de los análisis textuales. Establece también una conexión explícita entre la dificultad indicada y la necesidad explícitamente afirmada de llegar a una clarificación teórica de la noción de cultura y sus implicaciones: una clarificación que en los estudios culturales con frecuencia se evita o se reduce a términos demasiado generales.
Pero los textos de Hall no siempre han expresado tal inquietud. Por ejemplo, en el ensayo de teoría de los medios de 1980 titulado “Encoding/Decoding” introduce la categoría de “realidad social” sin ofrecer ninguna elucidación teórica de la misma; un confuso fundido de los planos del “significado” y de la “realidad social” le permite identificar en todas las prácticas sociales codificaciones textuales mediante las cuales se hacen legibles las relaciones de poder y de dominación. “Estos códigos son los medios por los cuales el poder y la ideología conforman significado en discursos concretos. Ponen los signos en relación con ‘mapas de significado’ en los que toda cultura se ve clasificada; estos ‘mapas de la realidad social’ contienen, escrito en ellos, todo el espectro de significados sociales, prácticas y usos, poderes e intereses”[11].
Pero el ensayo que resulta verdaderamente central para nuestros propósitos es el publicado por Stuart Hall también en 1980 bajo el título “Cultural Studies: Two Paradigms”, en el cual discute la importancia que ha tenido la incorporación de los enfoques estructuralistas a unos estudios culturales que tenían en un primer momento un carácter “culturalista”, en el sentido de “culturalismo” atribuido a Raymond Williams y Edward P. Thomson. Hall afirma de estos últimos: “tienen un modo particular de entender la totalidad: con ‘t’ minúscula, concreta y determinada, desigual en sus correspondencias. La entienden de manera ‘expresiva’. Y dado que a nivel experiencial declinan constantemente los análisis más tradicionales, o leen las estructuras y relaciones desde abajo y desde la posición ventajosa de cómo éstas ‘se viven’, se les puede caracterizar correctamente (aunque no completamente) como ‘culturalistas’”[12]. En contraste, un análisis estructuralista presentaría, de acuerdo con Hall, tres ventajas. (1) Enfatiza el carácter determinado de las condiciones existentes y, por tanto, no sólo abre la posibilidad de comprender la manera en que tales condiciones forman y constituyen las prácticas subjetivas, sino que también rechaza “un humanismo inocente que tiene como obligada consecuencia una práctica política voluntarista y populista”[13]. (2) En contradistinción con la “compleja simplicidad” de la noción culturalista de “totalidad expresiva”, fundada en una idea abstracta de la actividad humana como tal, el estructuralismo permite pensar una unidad estructural que “se construye mediante las diferencias entre, antes que mediante la homología de las prácticas”[14]. (3) Finalmente, Hall reconoce un tercer punto fuerte del estructuralismo en la manera en que “la ‘experiencia’ deja de ser central y por su trabajo seminal con la desatendida categoría de ‘ideología’; porque la autentificación que la ‘experiencia’ ejerce impide al culturalismo desarrollar una adecuada concepción de la ideología”[15].
Nada más lejos de mi intención que poner en cuestión el fondo de estas objeciones, inspiradas especialmente por un modelo estructuralista althusseriano y dirigidas contra la tendencia culturalista que todavía hoy existe en los estudios culturales. No obstante, la línea argumental de Hall, la cual muestra un claro desplazamiento del enfoque hacia cuestiones como la determinación (o sobredeterminación) de las condiciones presentes, la ideología o la concepción alternativa de la “totalidad cultural”, se refiere a las categorías de experiencia y expresión de manera puramente negativa. Ello impide la posibilidad de comprender la experiencia de una manera que no se inspire en una autenticidad genérica de las prácticas y expresiones humanas, sino que insista en la inalienable singularidad de la experiencia examinando precisamente, por ejemplo, cómo el carácter determinado de las condiciones “bloquean” la experiencia (Alexander Kluge y Oskar Negt). Y algo semejante sucede en lo que respecta a la expresión: al rechazar la noción de “totalidad expresiva” se desecha por completo la categoría de “expresión”, o bien, lo que sucede en una parte importante de los estudios culturales, se reemplaza por el término menos sospechoso de “articulación” (en el doble sentido de “expresión” y “conjunción”), en virtud del cual se moviliza una estructura expresiva sin ser puesta en discusión como tal. Al mismo tiempo, la nebulosa categoría de “realidad social” atormenta a los estudios culturales, provocando su inquietud siempre que recuerdan su compromiso político.
III
Por evitar malentendidos: en la teoría lingüística estructuralista —respecto a la que considero que no hay vuelta atrás— la relación entre la expresión y lo que se expresa (como la relación entre significante y significado) presenta claramente un problema lingüístico. Lo que se expresa no es nunca simplemente una realidad extralingüística a la que se habría asignado una cierta expresión lingüística; si abandonamos este tipo de correlación encontramos dificultades para encontrar el sentido de un fenómeno como el de la traducción. Ello no debe hacernos concluir con un lugar común del tipo “todo se remite al lenguaje”, lo cual, por cierto, raramente se profiere como afirmación teórica y sí, más frecuentemente, como reproche o imputación. La cuestión es más bien (y se trata de una cuestión de una importancia metodológica decisiva para cualquier discurso teórico) cómo la referencia a alguna realidad social “extralingüística” se manifiesta en los enunciados lingüísticos.
Émile Benveniste encuadró bien esta cuestión cuando escribió: “En la enunciación, la lengua se encuentra al servicio de la expresión de una cierta relación con el mundo”[16]. Se debe leer esta frase atentamente: lo que afirma no es que “el mundo” sea expresable en la lengua. Lo que es expresable (es decir, lo que se expresa) es una relación con el mundo la cual, al ser expresada, asume la forma de un hecho lingüístico dado. El verdadero problema de la referencia, es decir, de la relación que la propia lengua mantiene con el mundo, es situado por Benveniste no en la esfera de lo que es expresado sino en la de las instancias de la expresión: “La presencia del locutor en su enunciación hace que cada instancia de discurso constituya un centro de referencia interno”[17].
¿Cómo debemos entender tal presencia del locutor en su enunciación o tal referencia interna? En este punto Benveniste enfatiza el papel de los términos deícticos (“indicativos”) que durante mucho tiempo habían sido descuidados por los lingüistas; especialmente el papel de los pronombres personales como “yo” y “tú”, pero también el de palabras como “esto”, “aquí”, “ahora”, etcétera. El significado de la palabra “yo” no puede estar determinado en el plano lexicográfico (lo que encontramos en los diccionarios es como mucho una reflexión lingüística o metalingüística sobre esta palabra); está estrictamente ligada a la instancia singular de la expresión que la pronuncia en un momento dado. Mediante la palabra “yo” se manifiesta la “presencia del locutor en su enunciación” y en virtud de la misma se asegura una referencia interna, es decir, la relación entre el dato lingüístico y esa "instancia de discurso" “no lingüística” —para ser más precisos: una instancia no reductible a dato lingüístico aunque se refiere, no obstante, a una facultad lingüística—, la cual, en la enunciación, no sólo se expresa, sino que se expresa a sí misma. “Tú”, “esto”, “aquí”, “allí”, “ahora”, “mañana”, etcétera muestran, más aún, que las instancias de la expresión son dialógicas y situadas en un mundo, y al mismo tiempo abren la posibilidad de que la “correferencia” (Benveniste) tenga lugar en toda comunicación.
En definitiva, pues, la “realidad social”, según Benveniste, debería ser entendida siempre como la realidad de una “sociedad que habla”[18], por utilizar una feliz expresión de Roland Barthes, en lugar de ser añadida como una categoría suplementaria no elucidada a un análisis crítico orientado prioritariamente hacia los “códigos”, la “textualidad” o las “representaciones”. Y ello no implica de ninguna manera volver a caer en algún tipo de invocación ingenua de la “autenticidad” que bien critica Stuart Hall. Por el contrario, significa que debemos volver a pensar las complejas relaciones entre las experiencias sociales singulares en las que los locutores y sus enunciaciones están situados y las formas concretas de la expresión sin reducir estas últimas con excesiva rapidez y desde un punto de vista totalizador a formaciones ideológicas. La categoría de experiencia ejerce la función de “autentificar” sólo cuando se ignora la relación siempre problemática que existe entre ella y la manera en que es expresada; o, dicho con otras palabras, cuando lo que se expresa en la expresión se identifica con la “referencia interna” en virtud de la cual las instancias de la expresión (los locutores) se apropian del habla y se manifiestan en ella. En definitiva, es la misma identificación a la que sucumben las teorías de la cultura y las teorías políticas que buscan obstinadamente descifrar en las codificaciones y textualidades una “gramática de lo cultural” —aunque sea una animada por prácticas contradictorias y conflictivas— cuando establecen un correlato entre los “mapas de significado” y los “mapas de la realidad social”. Contra esta postura esbozaré en la parte final de este ensayo una posible perspectiva diagramática. Adopto el concepto de “diagrama” a partir de algunos trabajos de Deleuze y de Deleuze/Guattari, quienes a su vez lo toman de Foucault, aunque lo discutiré a la luz de una serie de distinciones que provienen del lingüista danés Louis Hjelmslev[19].
En sus Prolegómenos a una teoría del lenguaje[20] Hjelmslev socava la clásica distinción contenido-forma, complicando la concepción estructuralista saussureana del signo (significado/significante) al diferenciar aún más, tanto desde una perspectiva sistemática como procesual, los functivos de “contenido” y “expresión”, cuya “solidaridad” garantiza la función sígnica: distingue así entre “forma del contenido” y “forma de la expresión” (que son nombres más precisos para los functivos del signo “significado” y “significante”) así como entre “sustancia del contenido” (zonas de “significado”) y “sustancia de la expresión” (que Hjelmslev considera sobre todo como zonas fonéticas, y que en todo caso remite a la instancia del locutor). Se podría decir que la operación decisiva de Hjelmslev consiste en haber acabado con la distinción habitual entre la forma (el significante) y el contenido (el significado) para situar el signo (la lengua, aunque también, como explica al final de los Prolegómenos, cualquier otro sistema semiótico) en la intersección entre la distinción forma/sustancia, por una parte, y la distinción contenido/expresión, por otra.
No es éste el lugar para discutir todas las implicaciones de la operación teórica de Hjelmslev. Me limitaré a citar unas pocas afirmaciones esenciales de su conclusión: “Por paradójico que pueda parecer, el signo es a la vez signo de una sustancia del contenido y de una sustancia de la expresión. En este sentido podemos afirmar que el signo es un signo de algo. No hay por el contrario ninguna razón para afirmar que el signo sólo sea un signo de la sustancia del contenido o (lo que nadie habrá llegado a pensar nunca) sólo de la sustancia de la expresión. El signo es una magnitud con dos caras, una cabeza de Jano con perspectiva desde los dos lados, con efectos en dos sentidos: “hacia afuera”, hacia la sustancia de la expresión, y “hacia adentro”, hacia la sustancia del contenido”[21].
Uno de los efectos principales de las distinciones de Hjelmslev consiste sin duda alguna en que éstas introducen la sustancia de la expresión (o bien, en la terminología que aquí propongo: las instancias de la expresión) en el horizonte de qué significan lo signos. En lo que respecta a la sustancia de la expresión, estamos en disposición de afirmar que incluso ya en el plano del análisis fonético “toda la musculatura de fibra estriada [la que dirige los movimientos voluntarios]”[22] participa en el ejercicio del lenguaje (¿y acaso pueden estos movimientos, en definitiva, disociarse del conjunto de las acciones corporales, de la propia existencia corporal?). Aun así es insuficiente detenernos sólo en el plano fonético: la sustancia de la expresión puede ser, en el caso del lenguaje escrito, una “sustancia gráfica”, y hay otras “sustancias” semejantes, por ejemplo “los códigos de banderas marítimos”[23]. En suma, el concepto de sustancia de la expresión remite así en última instancia a la existencia corporal de los locutores situados en un mundo histórico-político dotado de una estructura de sentido. Ahora bien, esta estructura está ciertamente sujeta a modos de “determinación” de lo más diverso, pero se trata de determinaciones que se corresponden con una facultad que se actualiza en ellas y a las cuales dicha facultad puede confirmar u oponerse en el plano de la expresión. No hay nada “auténtico” aquí, ya que las determinaciones corporales se inscriben constantemente en tales actualizaciones, de la misma manera que se perpetúan en ellas las estructuras de sentido preexistentes. En términos de Benveniste, la “relación con el mundo” expresada nunca coincide con la relación con el mundo que, en el lenguaje, pasa siempre por una “referencia interna” que está irreductiblemente ligada al acontecimiento del lenguaje en una situación concreta. Es indispensable, por esta razón, examinar las formas de la expresión no solamente por sus complejas relaciones de correspondencia con las formas del contenido —y éstas, a su vez, por sus correspondencias con las sustancias del contenido—, sino también por sus complejas correspondencias con las sustancias (o instancias) de la expresión.
Teniendo en mente estas consideraciones se siente poca motivación por intentar descifrar la gramática de la “cultura” o de las “relaciones culturales” en las formas de la expresión de nuestro tiempo; mucho menos por situar las perspectivas emancipadoras del presente pura y simplemente en un proceso de “traducción cultural”. Se debe en cambio examinar la diagramática de la culturalización que, por una parte, afecta inmediatamente a los cuerpos de los locutores (con la fuerza de los regímenes fronterizos, laborales, securitarios, de la configuración o supresión de los espacios de intercambio social, etcétera) y, por otra, condena insistentemente las articulaciones de estos locutores a ser la expresión de su “cultura”, o cuando menos a ser una “expresión cultural”. Un sólo ejemplo: ¿se puede hablar seriamente de la “islamización” de un país como Pakistán, en el sentido de un fenómeno “cultural”, sin tomar en cuenta el hecho de que la multiplicación de las escuelas islámicas [madrazas (madâris)] se corresponde con el deterioro de un sistema público de escolarización cuyo presupuesto representa solamente el 1,8% del PIB del país, mientras que los gastos militares y securitarios, en este mismo periodo de dictadura y de “guerra internacional contra el terrorismo” (cuya lógica es la misma que califica estas escuelas islámicas como “viveros del terrorismo”), han ascendido a cantidades inauditas?[24].
Son este tipo de diagramáticas las que tenemos que examinar, por difícil que pueda parecer actualmente; y si los retos de la traducción —al igual que, por lo demás, sus límites— consisten en “sustituir” (Jakobson) ciertos signos por otros, entonces no hay nada más importante hoy que liberar los signos de su colonización por la “cultura”.
[1] Roman Jakobson, "Aspects linguistiques de la traduction", Essais de linguistique générale, Tomo 1, Éditions de Minuit, París, 1963, pág. 79 [versión castellana: “En torno a los aspectos lingüísticos de la traducción”, Ensayos de lingüistica general, Barcelona, Seix Barral, 1975; y también “Sobre los aspectos lingüísticos de la traducción”, en Dámaso López García (ed.), Teorías de la traducción, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Ciudad Real, 1996].
[2] El ejemplo que da Jakobson de explicitud acrecentada es la traducción extralingüística del inglés bachelor (que denota estado marital, aunque también grado académico: soltero o licenciado) como hombre sin casar.
[3] Se ha documentado este debate en un libro que incluye textos de Martha Nussbaum y respuestas a los mismos, For the Love of Country: Debating the Limits of Patriotism, Beacon Press, Boston, 1996; para la contribución de Judith Butler, “Universality in Culture”, véase págs. 45–52. Para una discusión crítica de este debate véase también Boris Buden, Der Schacht von Babel. Ist Kultur übersetzbar?, Kadmos, Berlín, 2005, págs. 171–176.
[4] Judith Butler, “Universality in Culture”, op. cit., pág. 45.
[5] Ibídem, pág. 46.
[6] Ibídem, pág. 48.
[7] Ibídem, págs. 49 y ss.
[8] Carece de sentido objetar que tales articulaciones no tienen relación con lo “universal”. Baste con recordar ahora, con Étienne Balibar, que el racismo (aunque el problema no es exclusivo del derecho político) es también un universalismo.
[9] Homi Bhabha, The Location of Culture, Routledge, Londres y Nueva York, 1994, pág. 23 [versión castellana: El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2002].
[10] Stuart Hall, “Cultural Studies and its Theoretical Legacies”, en Laurence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler (eds.), Cultural Studies, Routledge, Londres y Nueva York, 1992, pág. 284.
[11] Stuart Hall, “Encoding/Decoding”, en Simon During (ed.), The Cultural Studies Reader, Routledge, Londres y Nueva York, 1993, pág. 98.
[12] Stuart Hall, “Cultural Studies: Two Paradigms”, en Media, Culture and Society, nº 2, 1980.
[13] Ibídem.
[14] Ibídem.
[15] Ibídem.
[16] Émile Benveniste, “L’appareil formel de l’énonciation”, Problèmes de linguistique générale 2, Gallimard, París, 1974, pág. 82 [versión castellana: “El aparato formal de la enunciación”, Problemas de lingüística general II, Siglo XXI, México, 1979.
[17] Ibídem.
[18] Roland Barthes, “Pourquoi j’aime Benveniste”, Le bruissement de la langue. Essais critiques IV, Éditions du Seuil, París, 1984, pág. 194 [versión castellana: “Por qué me gusta Benveniste”, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Paidós, Barcelona,1987].
[19] Véase por ejemplo Gilles Deleuze, Foucault, Éditions de Minuit, París, 1986, págs. 41 y ss. y 79 y ss. [versión castellana: Foucault, Paidós, Barcelona, 1987]; Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mille plateaux, Éditions de Minuit, París, 1980 (véanse principalmente los capítulos “Géologie de la morale” y “Sur quelques régimes de signes”) [versión castellana: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 1997]; Félix Guattari, "Hjelmslev et l’immanence", Écrits pour l’Anti-Oedipe, Lignes & Manifestes, París, 2004. Estoy en deuda con Klaus Neudlinger por sus consejos e indicaciones precisas.
[20] Véase Louis Hjelmslev, Prolégomènes à une théorie du langage, Éditions de Minuit, París, 1968, especialmente págs. 65-79 [versión castellana: Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1974].
[21] Ibídem, pág. 58.
[22] Ibídem, pág. 103; Hjelmslev se refiere aquí a un estudio de E. y K. Zwirner.
[23] Ibídem, págs. 103 y ss.
[24] William Dalrymple, “Voyage à l’intérieur des madrasa pakistanaises”, en Le Monde Diplomatique, París, marzo de 2006, págs. 4 y ss. [versión castellana: “Viaje al interior de las madrasas paquistaníes”, en Le Monde Diplomatique, edición española, nº 125, marzo de 2006].