Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos
“¿A quién se comunican la lámpara, la montaña, o bien el zorro?” (Walter Benjamin)
¿Y si las cosas pudieran hablar? ¿Qué nos dirían?
¿O acaso ya nos hablan pero no las escuchamos? ¿Quién las traducirá?
Preguntadle a Walter Benjamin. Él, en un texto titulado Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre se hacía ya en 1916
tan estrafalarias preguntas. De todos los textos de Benjamin éste es con
seguridad el más extraño entre los extraños. En él desarrolla el concepto de
“lenguaje de las cosas”; un lenguaje que, de acuerdo con Benjamin, es mudo,
mágico, y cuyo medio es la comunidad material. Así pues, hemos de asumir la
existencia de un lenguaje de las piedras, de las sartenes y de las cajas de
cartón. Las lámparas hablan como habitadas por espíritus. Las montañas y los
zorros discurren. Los rascacielos conversan. Las pinturas cotillean. Además del
lenguaje que se comunica a través del teléfono existe por tanto, si queréis, un
lenguaje del propio teléfono. Y, de acuerdo con la conclusión triunfal de
Benjamin, el único responsable de esta cacofonía silenciosa no es otro que el
mismísimo Dios.
Pero quizá os preguntéis ¿qué sentido tiene esta excéntrica fábula? Hagamos como si su tema fuera la traducción, ya que, obviamente, el lenguaje de las cosas tiene que ser traducido para que resulte inteligible a quienes somos sordos frente a este silencioso esplendor. La idea que Benjamin tiene en mente, ciertamente, supone una concepción de la traducción diferente a la habitual. Porque en todas las teorías sobre la traducción, de las más ordinarias a las más sofisticadas, se da por hecho lo siguiente: la traducción tiene lugar entre diferentes lenguajes humanos o entre las culturas en donde éstos se cultivan. Se asume por tanto que los lenguajes son la expresión de culturas y naciones diferentes, reconociéndose así la dimensión política de la traducción, incluyendo la del propio lenguaje. Y es a ese nivel que la común teoría de la traducción se relaciona siempre con las políticas y estrategias gubernamentales.
En cambio, la idea que Benjamin tiene de la traducción, al menos en este texto, ignora con audacia esa caracterización obvia, incluso banal. Emerge así un concepto totalmente diferente de política de traducción. En lugar de centrarse en los idiomas nacionales, los cuales en el texto apenas se mencionan, Benjamin se centra en lo que yo llamaría los lenguajes de la práctica: el lenguaje de la ley, de la tecnología, del arte, de la música y de la escultura. Además, para Benjamin lo más importante es que la traducción no tiene lugar entre los lenguajes, sino en su interior; es decir, entre el lenguaje de la cosas y el lenguaje de los humanos, en la base del lenguaje propiamente dicho. Esto introduce algunas modificaciones verdaderamente importantes respecto a la tradicional teoría de la traducción: en primer lugar que el lenguaje se define no por un origen, pertenencia o nación común, sino por una práctica en común. En segundo lugar que la traducción tiene lugar primordialmente en el interior del lenguaje y no entre lenguajes. Por último, que la traducción se aplica a la relación entre el lenguaje humano y el lenguaje de las cosas.
Puesto que Benjamin conocía perfectamente las teorías románticas de la traducción, focalizadas sobre conceptos como el de “espíritu nacional”, su fingida ignorancia debe entenderse más bien como una valiente declaración política; como un evidente pronunciamiento ante la irrelevancia de los enfoques culturalistas. En lugar de tomar las naciones y las culturas como puntos iniciales de referencia, su perspectiva sobre la traducción toma más bien la materia y a Dios. Este concepto teológico-material de la traducción desplaza radicalmente la definición de la política de traducción. No planea en torno a nociones organicistas de comunidad y cultura, sino que sitúa sin rodeos la traducción en el corazón de una cuestión práctica mucho más general: ¿cómo se relacionan los humanos con el mundo?
En lugar de argumentar en favor de una política del contenido y del origen --sean éstos el Estado nación, la cultura, el Volksgeist o la lengua nacional-- Benjamin postula una política de la forma. Y es la forma lo que decidirá la política del lenguaje como tal.
Potestas y potentia
Pero ¿cuáles son exactamente los procesos políticos implicados en este tipo de traducción? Observémoslos de cerca. Son dos los lenguajes que se comunican en este proceso. El lenguaje de las cosas es un lenguaje inherentemente productivo ya que, de acuerdo con Benjamin, contiene vestigios del Verbo mediante el que Dios creó el mundo. Junto a él tenemos el lenguaje humano, el cual puede o bien recibir, amplificar y vocalizar el lenguaje de las cosas al nombrarlas, o bien clasificar, fijar e identificar sus componentes en lo que Benjamin llama el lenguaje del juicio.
Si tuviéramos que rastrear esta yuxtaposición en debates más recientes podríamos afirmar también que la traducción puede tener lugar en las dos esferas conocidas como poder y potencia, o de forma más pomposa, potestas y potentia. Mientras que el lenguaje de las cosas está cargado de potencia, el lenguaje de los humanos puede o bien intentar reforzar el lenguaje de las cosas o bien convertirse en un instrumento de poder. Es así que la traducción tiene lugar tanto bajo la forma de una creación como bajo la forma del poder, estando ambos modos habitualmente mezclados.
Por tanto, la política acontece en las diversas maneras en que el lenguaje de las cosas se traduce al lenguaje de los humanos. Esta relación, en el peor de los casos, puede adoptar la forma de una dictadura epistemológica. Que los humanos decidieran dominar las cosas y despreciar su mensaje condujo al desastre de Babilonia. Comenzar a escucharlas de nuevo sería el primer paso hacia un futuro lenguaje común que no estuviera enraizado en la hipócrita presunción de la unidad del género humano, sino en una comunidad material mucho más amplia. En este caso, la traducción no silenciaría el lenguaje de las cosas sino que amplificaría su potencial de transformación.
Resulta claro con lo anterior que, desde esta perspectiva, la traducción es profundamente política, ya que toca directamente cuestiones de poder en la formación del lenguaje. Concierne a la relación de los humanos con mundo en general. Está relacionada con la emergencia tanto de una práctica como de los lenguajes que a ésta corresponden. Es así como Benjamin relaciona directamente la traducción con el poder: observando la forma de la traducción, no su contenido. La forma concreta de la traducción decidirá si (y cómo) el lenguaje de las cosas, con las energías y fuerzas productivas que lo habitan, está sujeto o no a las estructuras de saber/poder que caracterizan las formas humanas de gobierno. La forma de la traducción será decisiva para que el lenguaje humano cree sujetos dominantes o subordinados, para que concuerde o no con las energías del mundo material.
Aunque todo esto pueda parecer alejado de la práctica, la realidad es otra. Se podría incluso decir todo lo contrario, que cualquier práctica humana está siempre comprometida con este proceso de traducción, incluso si constantemente lo niega, como sostiene Bruno Latour. Permítanme ofrecer un ejemplo muy obvio de este tipo de traducción del lenguaje de las cosas al lenguaje de los seres humanos. Ese ejemplo es la forma documental.
La forma documental como traducción
Es evidente que una imagen documental traduce el lenguaje de las cosas al lenguaje de los humanos. Por una parte está firmemente anclada al reino de la realidad material. Por la otra también participa del lenguaje de los humanos, especialmente del lenguaje del juicio, el cual objetualiza la cosa en cuestión, fija su significado y construye categorías estables de conocimiento para su comprensión. Es, mitad visual, mitad verbal; al mismo tiempo receptiva y productiva, inquisitiva y explicativa; participa en el intercambio de las cosas pero también congela las relaciones entre ellas, volviéndolas imágenes visuales y conceptuales fijas. Las cosas se articulan por sí mismas en el interior de las formas documentales, pero también sucede que las formas documentales articulan las cosas.
La manera en que la política de traducción de Benjamin opera respecto a la imagen documental es también obvia: en la articulación documental las cosas pueden ser tratadas como objetos, como evidencia de los comportamientos humanos, o pueden ser sometidas al lenguaje del juicio y por tanto quedar dominadas. En otra ocasión llamé documentalidad a esta última condición: a la manera en que los documentos gobiernan y se implican en la producción del poder/saber. Por el contrario, las fuerzas que organizan las relaciones entre las cosas pueden ser conducidas en el sentido de su transformación. La forma documental puede también dejarse seducir, incluso abrumar por la magia del lenguaje de las cosas; no obstante, como veremos, esto no supone necesariamente una buena idea. Ésta es básicamente la manera en que se articula la relación entre potestas y potentia en la forma documental. Se trata de la relación productividad frente a verificación, asignificante frente a significado, realidad material frente a interpretación idealista.
Intentaré dejar claro lo siguiente: comprometerse con el lenguaje de las cosas en el ámbito del documental no equivale a usar formas realistas para representarlas. Ese compromiso no tiene nada que ver con la representación, sino con presentar lo que las cosas tienen que decir en el presente. Y hacer esto no es cuestión de realismo, sino de relacionalismo: la cuestión es presentar y por tanto transformar las relaciones sociales, históricas y materiales que determinan las cosas. Si dirigimos la atención al asunto de presentar superaremos el interminable debate sobre la representación que ha dejado a la teoría documental paralizada en un punto muerto.
El poder de las cosas
¿Pero por qué, os preguntaréis, está Benjamin enamorado del lenguaje de las cosas por encima de todo? ¿Por qué ha de ser tan especial lo que las cosas tienen para decirnos? Hagamos caso omiso de la razón que el propio Benjamin ofrece en su texto: que el Verbo de Dios reluce a través de la muda magia de las cosas. Por poético que suene se trata más de una expresión de la pomposa perplejidad de Benjamin, que de una razón convincente.
En cambio, recordemos el papel que los objetos materiales adquieren en el pensamiento posterior de Benjamin, cuando éste comenzó a descifrar la modernidad escudriñando en el reguero de deshechos que deja tras de sí. Objetos modestos e incluso abyectos devienen jeroglíficos en cuyo prisma oscuro las relaciones sociales yacen congeladas en fragmentos. Benjamin entendía que eran nodos en los que las tensiones de un momento histórico eran visualizadas por un relámpago de la conciencia o forzadas a la forma grotesca del fetiche mercantil. Bajo esta perspectiva, una cosa no es nunca cualquier cosa, es un fósil en el que una constelación de fuerzas se ha petrificado. De acuerdo con Benjamin, las cosas no son nunca simples trastos inanimados, envoltorios de materia inerte u objetos pasivos a disposición de la mirada documental. Consisten en tensiones, fuerzas, poderes ocultos que siguen enfrentándose. Aunque parezca una opinión que se acerca al pensamiento mágico, de acuerdo con el cual las cosas están investidas de poderes sobrenaturales, también se trata de una idea clásicamente materialista. Porque tampoco en Marx se entiende la mercancía como un mero objeto, sino como una cristalización de la fuerza de trabajo y de las relaciones sociales. De esta manera, las cosas se pueden interpretar como conglomerados de deseos, de intensidades y de relaciones de poder. Y el lenguaje de las cosas, el cual estaría por lo mismo cargado con la energía de la materia, podría por tanto exceder su mera descripción haciéndose productivo. Podría también ir más allá de su representación tornándose creativo, en el sentido de que podría transformar las relaciones que lo definen. Mientras que Benjamin parece depositar su esperanza en un acontecimiento semejante, también vislumbra la oscura posibilidad de su realización, lo que llama “invocación”. Si bien hay lo que podríamos llamar una magia blanca de las cosas, desbordante de creatividad y potencia, hay también una magia negra, cargada con los poderes oscuros del tabú, la ilusión y el fetiche. El poder de invocación intenta captar la fuerza de las cosas sin reflexión, o como Benjamin dice: es lo inexpresivo sin detenimiento. Y es en estas fuerzas caóticas inmediatas e ininterrumpidas donde la reificación capitalista y el resentimiento general prosperan. Volviendo al modo documental (y pensando en cómo estas fuerzas de invocación se pueden desatar en él), la propaganda, el revisionismo y el relativismo son ejemplos de cómo la invocación --es decir, la creatividad sin detenimiento reflexivo-- funciona en la forma documental. Se comprometen con las fuerzas del resentimiento, la histeria, los intereses y miedos individuales, todo ello urgencias poderosas, inmediatas. Pero lo hacen, por así decir, sin traducir adecuadamente, contaminando de esta forma todos los modos de comunicación con sus impulsos perniciosos.
La esfera pública “impública”
Hemos visto hasta varias de las maneras en que las políticas internas de traducción afectan a la forma documental. ¿Cómo se relacionan los seres humanos con las cosas? ¿Qué es, en este orden de ideas, la creatividad? Y ¿por qué ésta, si se convierte en documentarismo, no es obligatoriamente una buena idea? Pero hay además un aspecto externo también relevante respecto a la discusión de la forma documental como traducción, un aspecto que muestra la forma documental como ejemplo de lenguaje transnacional. Aunque en alguna medida la forma documental se basa en la traducción, en algún sentido también parece trascenderla. Sus narrativas estandarizadas se reconocen en todo el mundo y sus formas son casi independientes de toda diferencia nacional o cultural. Precisamente porque operan tan próximas a la realidad material, son inteligibles allá donde esta realidad es relevante.
Dziga Vertov cayó en la cuenta de este aspecto en una fecha tan temprana como los años veinte, cuando alabó las cualidades de la forma documental. En el prefacio de su película El hombre de la cámara (1929) proclamó que las formas documentales tenían la capacidad de organizar los acontecimientos visibles en una suerte de lenguaje internacional absoluto y de establecer una conexión óptica entre los trabajadores y trabajadoras de todo el mundo. Imaginaba una especie de adámico lenguaje visual comunista que debería no sólo informar y entretener sino también organizar a sus espectadores y espectadoras. No sólo transmitiría mensajes sino que conectaría a su público con una circulación universal de energías literalmente inyectadas en su sistema nervioso. Mediante la articulación de acontecimientos visibles, Vertov deseaba cortocircuitar a su público con el propio lenguaje de las cosas, con una sinfonía material pulsátil.
El sueño socialista de Vertov es hoy, en cierto sentido, una realidad, si bien se ha cumplido bajo las reglas del capitalismo global informacional. En la actualidad, por lo tanto, una jerga documental transnacional conecta a las personas en el interior de los sistemas mediáticos globales. El lenguaje estandarizado de los noticiarios, con su economía de la atención basada en el miedo, el tiempo acelerado de la producción flexible y la histeria, es tan fluido y afectivo, tan inmediato y biopolítico como Vertov lo habría imaginado. Crea esferas públicas globales cuyos participantes están conectados casi en un sentido físico mediante la excitación y la ansiedad mutua. Así pues, la forma documental es hoy más potente que nunca. En cierto sentido su potencia radica precisamente en el hecho de que invoca, amplificando su poder, los aspectos más espectaculares del lenguaje de las cosas. Llegados a este punto me gustaría volver a la cautelosa afirmación que antes hice: captar el lenguaje de las cosas no es siempre una buena idea y su potencial no es necesariamente un potencial emancipatorio. Los flujos asignificantes de información comprimida traducen sin interrupción ni reflexión. Sus formas ignoran por completo los diferentes lenguajes de las cosas. Si no son culturalmente específicas, tampoco son específicas para las diferentes realidades y prácticas materiales. Sólo traducen lo que requieren las máquinas mediáticas corporativas y nacionales.
Pero ¿tiene acaso esta forma de traducción documental algún otro potencial político que no sea el de la propaganda y la publicidad? A esta pregunta se ha de responder afirmativamente y, con ello, debemos retornar al inicio. La forma documental no es ningún lenguaje nacional ni es culturalmente específica. Es por ello que tiene la capacidad de sostener esferas públicas no nacionales y por tanto puede también sembrar un terreno político que sobrepase las formaciones nacionales y culturales. En la actualidad, sin embargo, esa esfera pública está controlada enteramente por dinámicas generalizadas de privatización. Tal y como ha argumentado Paolo Virno recientemente: se trata de una esfera pública que no es pública.
No obstante, esto no tiene por qué ser necesariamente así. Tal y como vemos en la producción documental experimental, son posibles diferentes relaciones con las cosas y diferentes condiciones sociales para relacionarnos con ellas. La razón es muy sencilla. El ascenso de las jergas documentales globales descansa sobre la base del capitalismo informacional, definido por la digitalización y la flexibilidad. Cualquier forma documental que realmente articule el lenguaje de las cosas articula a su vez esas condiciones; esto es, las condiciones de la producción simbólica precaria. Las nuevas formas de producción documental con ordenadores caseros y medios de distribución no convencionales se pueden entender entonces como articulaciones que revelan los contornos de nuevas formas de composición social. Este modo de producción de imágenes se basa ampliamente en la tecnología digital y tiende por tanto a fundirse más y más con otros campos de la producción simbólica de masas. Representan, por así decirlo, el negativo de una esfera pública por venir, que está aún por revelar, que tiene que ponerse en marcha. Esta forma distinta de publicidad ha dejado atrás sus vínculos con las mitologías locales y nacionales, caracterizadas por sus formas de trabajo y producción precarias y con frecuencia transnacionales. La articulación política de la composición social de estos puntos de vista y agrupamientos, más bien dispersos y salvajemente heterogéneos, se ve anticipada en los complejos montajes y constelaciones de las formas documentales experimentales contemporáneas.
Pero hay que insistir: sus políticas no están determinadas por el contenido sino por la forma. Si se limitan a mimetizar los estándares corporativos de las gigantescas máquinas afectivas capitalistas y nacionales, también asumen entonces sus políticas. Como Benjamin diría: sus modos de traducción serán al tiempo inmediatos y no lo suficientemente inmediatos. Pero si las formas documentales traducen las incongruencias, las desigualdades, los bruscos cambios de velocidad, la desarticulación y los ritmos vertiginosos, la dislocación y las arrítmicas pulsaciones del tiempo, si mortifican los impulsos vitales de la materia aliviándolos mediante la inexpresividad... sólo entonces lograrán comprometerse con la comunidad material contemporánea. Sólo logrando esta forma de traducción podrá la articulación documental reflejar (y por tanto amplificar) el lenguaje de las cosas repartidas por el mundo, encaminadas a su mercantilización a toda velocidad o, por el contrario, desechadas como basura inútil. Nuevas formas de esferas públicas a-nacionales y circuitos de producción poscapitalistas podrían emergen, reflejándose en las condiciones de producción en las que este tipo de traducción documental se logre.
Obviamente, todo lo que he afirmado no es sólo aplicable a la forma documental sino también a otros lenguajes de la práctica. Se podría argumentar algo semejante para la práctica de la curaduría, la cual puede traducir el lenguaje de las cosas a relacionalidades estéticas. Hemos observado también cómo en las décadas pasadas el fetiche del objeto artístico ha sido deconstruido para ser devuelto después a las relaciones sociales o a relaciones de otro tipo. En este campo, sin embargo, también se vuelve necesario un llamado a la cautela: no es suficiente con limitarse a representar en el campo del arte esas relaciones. Traducir el lenguaje de las cosas no equivale a eliminar los objetos inventando en su lugar colectividades fetichizadas. Se trata más bien de crear articulaciones inesperadas que no se limiten a representar modos precarios de vida o a representar lo social como tal, sino que presenten articulaciones precarias, arriesgadas, al tiempo audaces y presuntuosas, de objetos y de relaciones entre objetos, y que alberguen la posibilidad de convertirse en modelos para futuras formas de conexión.
Si hay algo que el concepto de traducción de Benjamin puede decirnos aún hoy, es que la traducción, cuando la ponemos literalmente en práctica, es siempre profundamente política. Pero tenemos que desplazar el énfasis de nuestra atención del contenido a la forma. Tenemos que desplazar el enfoque de los lenguajes de pertenencia al lenguaje de la práctica. Deberíamos dejar de esperar que la traducción nos diga algo sobre las esencias cuando en realidad nos habla de los cambios. Y tenemos que recordar que la práctica de la traducción sólo tiene sentido si conduce a formas de conexión, comunicación y relación muy necesarias, y no a nuevas maneras de innovar la cultura y la nación.
Bibliografía
Walter Benjamin, "Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre", Obras, Libro II, Vol. 1, edición de Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, traducción de Jorge Navarro Pérez, Abada Editores, Madrid, 2007.
Walter Benjamin, “La tarea del traductor”, Angelus Novus, Edhasa, Barcelona, 1971; Ensayos escogidos, Editorial Sur, Buenos Aires, 1967, reeditado por Ediciones Coyoacán, México, 2006.
Walter Benjamin, ?Las afinidades electivas de Goethe?, Obras, Libro I, Vol. 1, edición de Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, traducción de Alfredo Brotons Muñoz, Abada Editores, Madrid, 2006.
Christopher Bracken, “The Language of Things: Walter Benjamin's Primitive Thought” [El lenguaje de las cosas: el pensamiento primitivo de Walter Benjamin], Semiotica, nº 138-1/4, 2002.
Hito Steyerl, “Dokumentarismus als Politik der Wahrheit” [Documentarismo como política de la verdad], transversal: differences & representations, Eipcp, noviembre de 2003, http://eipcp.net/transversal/1003/steyerl2/de (publicación multilingüe).