Traducción de Marcelo Expósito
«Si dejamos que las cosas vayan demasiado lejos, será el fin. Tendríamos bicicletas queriendo votar y obtendrían escaños en el Consejo del Condado, y dejarían las carreteras peor de lo que están para su propia motivación ulterior. Pero, en cambio, y por otro lado, una buena bicicleta es una gran compañera, tienen un encanto insuperable» (Flann O’Brien, El tercer policía).
«¿Se trata de una bicicleta?», es la pregunta central que hacen los dos policías de la novela de Flann O'Brien El tercer policía.[1] En ella, los representantes del aparato de Estado tienen que habérselas principalmente con bicicletas: con el robo de las mismas o con sus timbres, bombas de aire, dinamos y luces. Bocinas, llantas, sillines, pedales, palancas de cambios de tres velocidades, pinzas y otros extras similares componen un discurso exhaustivo y refinado del cual no es posible escapar. El virtuosismo policial llega incluso al punto de robar ellos mismos bicicletas con el fin de resolver el delito. Se irritan cuando la respuesta a su pregunta es no.
Pero cuando la respuesta es sí, nos exponen con toda claridad de qué va el asunto. En principio, la bicicleta parece ser una simple máquina técnica. Con un poco de interés y algún conocimiento de mecánica, cualquiera podría comprender fácilmente cómo funciona. En su novela, escrita en 1940 y publicada en 1967, Flann O'Brien dibuja no obstante una relación extraordinariamente fluida entre la bicicleta y el ser humano. En el condado que sirve de escenario a El tercer policía rige la Teoría Atómica, un extraño teorema que trata del intercambio y la fluidez entre los átomos y las partículas de materia; lo que significa no sólo el fluir entre cuerpos e identidades con límites precisos, sino también el flujo desatado en el espacio entre cuerpos que se tocan, se aproximan el uno al otro o se funden en sus zonas periféricas. Encontramos este flujo, por ejemplo, entre los pies de un caminante y el camino que recorre, entre el caballo y su jinete, entre el martillo y la barra de hierro que golpea. Conjunciones, conexiones, emparejamientos, transiciones, concatenaciones.
El momento más asombroso de esta elaborada invención lo encontramos en el hecho de que, cuanto más tiempo pasa una persona en bicicleta, más se mezcla la personalidad de una con la de la otra. Ello acarrea consecuencias que afectan en especial a los modos en que el movimiento se produce: hay humanos que sólo se desplazan pegados al muro, otros que caminan de la forma más rectilínea posible, otros que nunca se sientan o que se recuestan en la pared cuando se paran, haciendo reposar su peso en un solo codo, o que se dan impulso apoyando un pie en el bordillo de la acera. En el peor de los casos, si se mueven con excesiva lentitud o se paran en mitad de la calzada, se dan de bruces contra el suelo y hay que ayudarlos a levantarse o ponerlos a un lado. Consecuentemente, El tercer policía contiene también cálculos más o menos precisos sobre qué tanto por ciento de este nuevo agenciamiento móvil, de esta máquina, es bicicleta y qué porcentaje es humano: un cálculo de cantidades en el que, naturalmente, el cartero es quien sale peor parado. Da la impresión de que, por mucho que lo intentan, los guardianes de la ley y el orden que tienen a su cargo resolver este asunto no logran mantener nunca su tarea bajo control; no consiguen arrojar luz sobre la situación en conjunto, ni poner finalmente a esta máquina fluyente bajo el foco comprensivo de la administración. Por supuesto, hay también bicicletas con una gran proporción humana, las cuales, obviamente, tienen experiencias emocionales y sexuales; inexplicablemente, a veces, cuando están cerca de la comida, ésta desaparece.
En el film Themroc (1972) de Claude Faraldo, que se dispara orgiásticamente en todas las direcciones, hay una breve escena en la que una máquina compuesta por una bicicleta y un ser humano se cae por una razón totalmente diferente: no porque se desvanezca su porción humana, sino porque se fuga un componente social complementario del que depende esta máquina. La cuestión de la dependencia y la sujeción social impregna la primera parte del film, que comienza representando el estereotipo de una jornada laboral fordista. Incluso la vida fuera del trabajo, el prepararse para ir a trabajar cada mañana y el propio camino al trabajo, se corresponden con la lógica de la cadena de montaje: la fábrica, el trabajo y el camino se dividen en pequeñas porciones estandarizadas y ordenadas en un rígido esquema temporal. Incluso antes del desayuno, la visión recurrente del reloj de cocina, que es tanto una máquina técnica como social, sigue el modelo del tiempo estriado de la fábrica. Sólo en el interior de la imaginación privada y aislada se produce el desvío: Themroc desea a su joven hermana, con quien vive todavía en la modesta casa de su madre.
En la segunda escena, el protagonista sale a la calle con su bicicleta desde el destartalado patio trasero de su vivienda. Pero aun entonces no se incorpora al tráfico azarosamente ni de cualquier modo. El encuentro con su colega, quien se sumerge en el tráfico con su bicicleta exactamente en el mismo momento que Themroc pero saliendo del patio situado justo enfrente al otro lado de la calle, tiene lugar como un elemento más de la jornada laboral, perfectamente sincronizado y ejecutado de forma precisa gracias a la diaria repetición. Ambos conducen entonces calle abajo, codo con codo, apoyándose mutuamente como una sola máquina.
La sociabilidad fordista implica la simultaneidad de sujeción y solidaridad social como una forma de interdependencia. Las masas que fluyen en el interior del metro, la uniformidad y la repetición, la máquina de fichar a la entrada y a la salida del trabajo, el dispositivo omnipresente de disciplina y vigilancia que hace de los sujetos engranajes de la máquina social fordista: todo ello constituye la invención y el entrelazado de muchas pequeñas máquinas al mismo tiempo. En Themroc, por ejemplo, esto se hace evidente en la sincronía de la máquina sacapuntas del supervisor en la antesala y la máquina para hacerse la manicura de la secretaria. Y sin embargo, pequeñas diferencias surgen aquí y allá. Themroc no deja todo en manos de la omnipotencia del dispositivo. El primer gran estallido, la transformación en el baño, el rugido contagioso, el viraje hacia la liberación sexual: lo que aparecía insinuado al comienzo del film prolifera en el curso del mismo, hasta que tiene lugar una fuga violenta de las constricciones fordistas en dirección hacia una esfera anárquica.
Themroc es un agente transitorio, un resplandor vital que escapa del régimen fordista. En la transición que encarna, inventa nuevas armas. En lugar de interceptar los engranajes, su forma de sabotaje consiste en fugarse de la fábrica. Se fuga, y al hacerlo modifica el orden del vestuario de la fábrica y el del transporte público, y trastoca el funcionamiento del metro al caminar por las vías. El poder, sus relaciones y sus condiciones demuestran ser ubicuos, pero la resistencia de Themroc es empecinada y productiva. Al fugarse del escenario fabril, inventa un territorio enteramente nuevo mediante interrupciones, rupturas, refracciones y fragmentaciones. En mitad del dispositivo fordista, Piccoli esboza un nuevo dispositivo, tapiando la entrada de su dormitorio, demoliendo a mazazos la pared que da al exterior, tirando los muebles al patio y comenzando así una nueva vida salvaje.
El rugir, golpear y gruñir como un animal —no hay ni una sola palabra en el film que pertenezca al lenguaje común— demuestra ser contagioso. Los ataques del aparato de Estado que busca restablecer el orden de múltiples maneras, aunque siempre muy simplistas (mediante la persuasión, amenazando con armas, usando gas de la risa, tapiando), son repelidos entre carcajadas. En esta situación, finalmente, dos policías son asados y engullidos. Y mientras Themroc/Piccoli intenta vivir una vida diferente abriendo su morada al exterior y estableciendo relaciones nuevas y libres, a la mañana siguiente su colega experimenta la ausencia de su componente social complementario: acostumbrado al ritual diario de dar y recibir apoyo, al incorporarse al tráfico saliendo de su patio no percibe la nueva situación y se estampa contra el suelo montado en su bicicleta. La máquina de sujeción social, la sincronía entre dependencia y solidaridad, ya no existe. A la mañana siguiente, el colega tiene que instalar en su bicicleta ruedas laterales.
Luigi Barolini publicó su novela Ladri di Biciclette en 1946. Poco después, Vittorio de Sica transformó ese material literario en un clásico del cine neorrealista italiano, una película con el mismo título interpretada por actores amateur y rodada directamente en las calles de Roma. Ladrón de bicicletas se estrenó en 1948. Bartolini había autorizado que la novela fuese trasladada al cine, pero después protestó airadamente contra el tratamiento radical que le dio De Sica. El guión varía la trama original del libro en varios puntos, pero el desvío crucial afectaba a la posición de sujeto del narrador. El narrador en primera persona del libro es un poeta burgués que examina la psicología, la filosofía y la economía de los ladrones de Roma; habiendo sufrido un robo, se erige en sujeto-artista autónomo capaz de controlar el relato desde una distancia moralizante. El trabajador Antonio, protagonista del film neorrealista, es «sujeto» en sentido contrario: está sujeto y expuesto a las coerciones de la peligrosa vida cotidiana. Para el héroe del libro, el robo de la bicicleta es la razón que le permite iniciar una pesquisa calmada y planificada que resulta casi un lujo: seguir la pista de la bicicleta o del ladrón se nos muestra como una suerte de deporte refinado, incluso como un arte. Para el antihéroe del film, todo resulta completamente diferente: el robo de su bicicleta le lanza a un movimiento maníaco, impulsado por el pánico, azaroso y dependiente de las contingencias y de la fortuna. Mientras el círculo robo-readquisición en la anárquica geografía de Roma hace que el poeta del libro posea dos bicicletas por seguridad, Antonio, el protagonista del film, sólo puede tener la bicicleta en sus manos por un breve lapso de tiempo: al comienzo de la narración cinematográfica, en medio del paro y de la más amarga pobreza de la inmediata postguerra, consigue un trabajo para pegar carteles, a condición de que utilice su propia bicicleta. Pero sólo tiene una bicicleta vieja cuya reparación costea empeñando las sábanas de la familia.
A Antonio le roban la bicicleta el primer día de trabajo, mientras pugna por pegar su primer cartel subido a una escalera. El robo no lo ejecuta un ladrón solitario, sino todo un agenciamiento de varios componentes que operan mediante una división del trabajo perfectamente coordinada, que explora el terreno meticulosamente antes de actuar. Un hombre se coloca inadvertidamente cerca de la bicicleta; después otro más joven espera el momento justo para montar en ella y huir. El primero finge no haberse dado cuenta del robo y se tropieza con Antonio de manera aparentemente accidental; finalmente, Antonio se sube a un coche para perseguir al ladrón, pero un tercer hombre les dirige hacia una dirección equivocada. Antonio no tiene nada que hacer contra este enjambre coordinado de ladrones de bicicletas. Cuando regresa a la escena del delito, todos los posibles testigos se han marchado.
Cuando Antonio intenta convencer a la policía para que recupere su bicicleta, un agente asume el caso en un primer momento, pero inmediatamente declina proseguir. El caso se archiva, la víctima ha de buscar la bicicleta por sí solo. El film dedica incluso más atención que el libro a la búsqueda de la bicicleta que comienza en este momento, recorriendo la ciudad desde el mercado negro de Piazza Vittorio hasta llegar desesperadamente a Porta Portese, donde los ladrones ponen su botín en circulación en un increíble e inacabable caudal de materiales recién hurtados. Si les parece que alguna bicicleta puede ser fácilmente reconocida, entonces la venden por partes: timbres, frenos, sillines, bombas, pedales, dinamos, faros, neumáticos, etcétera. Antonio y sus amigos, en consecuencia, han de dividir su atención a la hora de escudriñar el escenario: uno mira armazones; otro, neumáticos; y aun otro, timbres y bombas. Pero como consecuencia de las múltiples estrategias de ocultamiento —intercambiando partes entre varias bicicletas o repintándolas—, las características especiales de la bicicleta se hacen desaparecer, y la identidad de cada una ya no se puede establecer. Un segundo policía que se incorpora a la escena tampoco parece especialmente interesado en resolver el caso. En el libro de Bartolini, hay incluso policías entre los vendedores del mercado negro, y los negocios de estos funcionarios-traficantes están perfectamente integrados en la red de ladrones de bicicletas.
En paralelo y por debajo de esta búsqueda a la vez maníaca e infructuosa de la bicicleta, el film también desarrolla un estudio de las máquinas sociales de sus ladrones. En Porta Portese, Antonio reconoce de repente al joven ladrón que se llevó su bicicleta conduciéndola, pero de nuevo lo pierde de vista. Cuando lo descubre por segunda vez, logra perseguirlo y alcanzarlo en la calle donde vive la familia del joven. En ese momento, entra en contacto con una máquina social en forma de muchedumbre incomprensible. La mitad del barrio se solidariza con el chico que sufre un ataque epiléptico, y el policía que acude persuade a Antonio para que no lo denuncie. La máquina social de los ladrones de bicicletas se vuelve absolutamente ilimitada, de contornos difusos, indistinguibles su adentro y su afuera. En consecuencia, movido por la pura desesperación, Antonio decide convertirse él mismo en ladrón de bicicletas, pero será en vano: lo capturan al primer intento.
El estatuto del sujeto-trabajador en el film, enteramente sometido a las condiciones económicas, arroja tan poca luz sobre el dispositivo maquínico de los ladrones de bicicletas como la soberanía ficcional del sujeto-burgués poeta del libro. En este aspecto, tampoco nos ayuda mucho tomar en cuenta las diferentes suertes que corren cada uno de los protagonistas en el libro original y en el film. Estas dos condiciones de sujeto, que se escenifican en cada caso de forma tan radicalmente diferente —soberano el uno, sometido el otro—, este dispositivo de sujeción social de dos caras, no nos sirve para captar en toda su amplitud la máquina enjambrada de los ladrones de bicicletas. Incluso una concepción del sujeto que prescindiera de esta dicotomía de soberanía y sujeción, una construcción complementaria de estos dos polos, no nos llevaría sino a una comprensión limitada de los modos maquínicos de subjetivación. Se trata aquí, en el caso de esta socialidad enjambrada de los ladrones de bicicletas y de los mercados negros, de una forma tan difusa que no constituye en primera instancia sujetos modelados según la lógica del aparato de Estado que hace uso de la contabilidad, la medición y la estriación para asegurar una sujeción y una dependencia social omniabarcante. Lo que parece operar aquí es más bien un modo opaco de servidumbre maquínica difícil de captar, que induce a la invención y a la cooperación sin que medie una jerarquía visible, sin sujeción, capaz incluso de sobredeterminar los aparatos de Estado supeditándolos al dispositivo maquínico.
El agenciamiento de los ladrones de bicicletas revela de la manera más clara las ambivalencias de las tres máquinas bicicleta. El peligro de que las bicicletas lleguen a reclamar un escaño en el gobierno y tomen el poder, la integración de la rebelión de Themroc en el capitalismo de la diferencia —que el film no muestra, pero sabemos que ha venido sucediendo desde la década de 1970—, y finalmente la máquina de los ladrones de bicicletas como una micropolítica mafiosa y quizá incluso fascistoide: he ahí los polos negativos del ambivalente esplendor de la máquina. La cual, por otro lado, y a pesar de todo, no deja de tener un encanto insuperable.