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30 08 08

Recomposición y movimiento

Traducción de Marcelo Expósito

Gerald Raunig

«[U]na máquina abstracta de mutación, que actúa por descodificación y desterritorialización. Ella es la que traza las líneas de fuga: dirige los flujos de cuantos, asegura la creación-conexión de los flujos, emite nuevos cuantos. Ella misma está en estado de fuga, y dispone máquinas de guerra en sus líneas» (Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia).

 
Vitruvio, arquitecto romano, constructor y teórico de máquinas de guerra en la era de Cesar y Augusto, escribió en el siglo I a. C. sobre la máquina: machina est continens e materia coniunctio maximas ad onerum motus habens virtutes, la máquina es una conjunción de componentes materiales que tiene la máxima virtud de mover cosas pesadas. Encontramos ya aquí dos componentes fundamentales de la máquina: composición y movimiento, que continuarán prevaleciendo en los léxicos y libros especializados que en el siglo XVIII se dedican a definir el término máquina. Christian Wolff, maestro de filosofía mecánica, define los componentes conceptuales de la máquina en su Metafísica alemana (1719) de la siguiente manera: «Una máquina es una obra compuesta, cuyos movimientos están basados en la forma de su composición». Compositio y motus son los dos componentes decisivos e interrelacionados de la máquina, según Wolff, tanto al nivel micro del cuerpo, como al nivel macro del mundo como máquina, el cual a su vez está compuesto por máquinas. Pasemos por alto, por el momento, un aspecto problemático de esta formulación, cual es la totalización del mundo que expresa, para concentrarnos en analizar qué es lo característico de estos dos componentes y de la relación entre ellos.

Plantear la cuestión del modo de composición, y de la correlación que existe entre éste y el movimiento, es para mí lo mismo que analizar las formas concretas de composición y recomposición social que dan lugar a los movimientos sociales. En contraste con las definiciones de la «situación de clase» que son meramente empíricas, lo que busco es describir la composición social explícitamente como un movimiento y no como un estado. De esta manera pretendo, en última instancia, reflexionar sobre cuál es la forma concreta de composición social que se fuga, mediante la elusión y el engaño, de los conceptos que son propios no solamente del aparato de Estado, sino también del ideal de comunidad. Ello requiere adoptar desde el inicio las ideas que están contenidas en las definiciones de composición que acabo de mencionar: es decir, se trata de conceptualizar la máquina, de acuerdo con su definición moderna convencional —como es el caso de Wolff— en tanto que compositio, como (ingeniosa y artificial) composición de partes que no necesariamente tienen características comunes; pero se trata de hacerlo también —según la definición de Vitrubio en la Antigüedad— como continens e materia coniunctio, en otras palabras, como continuum y concatenación, como agenciamiento cuyas partes no se imaginan aisladas las unas de las otras, pero tampoco desprovistas de su respectiva singularidad en el interior de la unidad que componen. Lo que ambas nociones —tanto la moderna como la de la Antigüedad— nos sugieren, en el contexto de discusión que estamos trazando, es que conceptualicemos la máquina como un recipiente que no está estriado hacia el interior, sino que está abierto hacia el exterior y diseñado para comunicar. La comunicación de las máquinas y de sus componentes, de las singularidades y de las mónadas, así, no parece estar garantizada por el Dios de Leibniz ni por ningún otro tipo de universal, sino más bien por su propia condición de concatenación de singularidades, por su carácter de com-posición sin compositor, profundamente polifónica, incluso inarmónica.

Una composición social de este tipo se sitúa frente al aparato de Estado entendido como un contenedor que estría, y también frente a la concepción de la comunidad como un cuerpo natural, como una unidad que se cierra sobre sí misma, que se clausura frente al exterior adoptando una identidad, bajo la forma de una totalidad. Estos son los dos principales patrones de clasificación de los que la máquina como movimiento social se separa: el Estado y la comunidad.

Lo que se busca es por tanto una forma informe de concatenación política de singularidades, que no se estructura bajo la forma del aparato de Estado —con sus componentes que estratifican y dividen el espacio—, pero que tampoco se clausura en la amalgama omniinclusiva y omniabarcante de la comunidad. La máquina se posiciona contra la «artificialidad» de la forma-Estado y el estriamiento de su interior, por tanto contra la metáfora absolutista de la «máquina estatal» y también contra la «naturalidad» de la forma-comunidad. Este dualismo «artificial/natural», de hecho, es sólo aparente, de manera que sólo se puede utilizar entrecomillado; representa dos modos diferentes de dar forma y clasificar: el modo de la estriación «artificial» y el modo de la clausura y la totalización «natural» de un interior que se postula como absoluto.

Esta segunda figura que se construye mediante la incorporación y la naturalización no corresponde sólo a los casos históricos de comunidades cristianas primitivas [Urgemeinschaft] o comunidades populares fascistas [Volksgemeinschaft]; tampoco bastaría con que criticásemos, junto a los anteriores, al actual comunitarismo de derecha que adopta igualmente esa figura. Tan temible como todo lo anterior resulta la posibilidad de que tras algunos discursos más intelectualizados sobre la comunidad afrontada (Jean-Luc Nancy), inconfesable (Maurice Blanchot), inoperante (de nuevo Nancy) o que viene (Giorgio Agamben), yazca un proceso de identificación, un deseo de identidad colectiva sin fisuras, sin rupturas y sin afuera. En estas lecturas de la comunidad, es posible distinguir nuevas formas de servidumbre maquínica que van más lejos que los viejos problemas que plantea el ideal comunitarista, y que se suman a las formas de sujeción social que ejerce sobre los sujetos el aparato de Estado. Lo que encontramos aquí es que, por mor de la unidad comunal, el control y el autocontrol se imbrican como modos de subjetivación, conformando un nuevo dispositivo.

Para contrarrestar este entrelazamiento de gobierno y autogobierno, de sujeción social y servidumbre maquínica, y con el fin de profundizar en el carácter anti-estatal y anti-comunitarista de la concatenación maquínica, quisiera dar un pequeño rodeo por Jacques Tati. La crítica cinematográfica suele malinterpretar las obras tempranas de Tati como una protesta contra la civilización y las exigencias de la modernidad. En especial su primer largometraje, Jour de fête (1949), ha sido (erróneamente) entendido de esa manera, debido al marco idílico en el que la trama se desarrolla (y a sus ridículas acciones sincronizadas). No obstante, si observamos detenidamente las secuencias del cortometraje previo L'école des facteurs (1947), casi todas las cuales fueron luego reproducidas en Jour de fête, es evidente que estos primeros trabajos de Tati no se deben leer de ninguna manera como cantos al retorno a la vida aldeana. L'école des facteurs, una serie de sketches de apenas quince minutos, es más que un estudio preliminar del largometraje Jour de fête. Este breve film muestra claramente lo que pretende Tati. En su condición de pura parodia del disciplinamiento militar que sufren los carteros, y de la estriación y racionalización no sólo de su jornada laboral, sino también de cada detalle de sus movimientos en el marco de trabajo fordista, en la «escuela de carteros» destellan toda una serie de mini-atracciones que desbaratan dicho régimen. Los trucos basados en la extrema destreza física, típicos de Tati, quien tiene una querencia especial por ejecutarlos sobre bicicletas, se muestran uno tras otro en rápida sucesión. Si bien al ser trasladados a Jour de fête quedan ligeramente eclipsados por la abundancia de detalles sobre la vida aldeana que se nos ofrecen en una trama argumental aparentemente contemplativa.

Este primer largometraje que Tati escribió y dirigió en solitario comienza y finaliza con una imagen idílica burguesa, pero desarrolla una fuerza burlesca que, vista hoy, nos parece menos anti-moderna o anti-fordista que proto-postfordista. Durante una feria, se proyecta en el pueblo un film de noticias sobre los más recientes métodos de modernización del sistema postal en Estados Unidos. Máquinas clasificadoras, correo aéreo y helicópteros postales aseguran la óptima efectuación del lema taylorista «el tiempo es dinero». Se mezclan con las anteriores otras imágenes de proezas en el manejo de la bicicleta, en las que los carteros americanos demuestran ser pioneros de la modernidad. El cartero rural François, interpretado por el mismo Tati, ve estas imágenes y resulta cautivado por el nuevo espíritu de los tiempos. Desde ese momento, su lema será: «rapidité!», y se obsesiona con modernizar su sencillo trabajo. Jour de fête se nos muestra así como un film bastante profético en las escenas en las que François, inspirado por la máquina abstracta del noticiario, rompe la paz de su comunidad rural haciendo que implosione la división del trabajo impuesta por el aparato de Estado postal. Tati hace que su protagonista (el mismo Tati, en definitiva), la misma tarde en que ha visto el noticiario, se intoxique en la fiesta por la ingesta de alcohol y el efecto incipiente de las imágenes que mostraban las posibilidades de un sistema postal moderno; se funde así en una maquina mediante la ejecución de increíbles trucos con su bicicleta. Al día siguiente, muta en Monsieur Postman, de manera que el lema «rapidité!» se convierte en una anticipación de los modos de producción postfordistas. François conduce cada vez más rápido y con virtuosismo creciente, emulando con su bicicleta a los especialistas americanos en moto; atraviesa con ella el fuego, genera confusión en el ordenado tráfico y en varias ocasiones asume el liderato de una carrera ciclista. Hasta que la bicicleta rueda por sí sola, escapando de la forzada comunidad fordista, para esperar a que su propietario la siga, apoyada contra la pared de un bar como quien no quiere la cosa. Esta imagen evoca El tercer policía, en donde las bicicletas también gustan de escapar si no se las ata o encadena... Finalmente, Monsieur Postman empaqueta todos los utensilios de la oficina de correos que necesita para convertirse él mismo en correos. Escapa no sólo del contexto de la comunidad aldeana y del rígido orden postal; su frenética fuga de la comunidad y del aparato de Estado es, al mismo tiempo, una invención: la invención de una nueva oficina en movimiento. Llevando al extremo la aceleración constante del movimiento y del trabajo, el acróbata de la bicicleta se sujeta él mismo a un camión, desplegando cartas y sellos sobre un tablón en la trasera del vehículo, abriendo así su propia oficina postal móvil en bicicleta. Como autoempresario, se convierte a sí mismo en correos, de manera semejante a como la máquina de producción monomaníaca Tati batalla ella misma contra la extrema funcionalización del film de género. Hacia el final, François, intoxicado por la velocidad, aterriza en el río con su bicicleta, siendo salvado por la vieja encorvada que deambula a lo largo de toda la película con su cabra, como una alegoría de la vida rural. Pone a salvo a François metiéndolo a trabajar en la granja, pero esta conclusión idílica es engañosa: en el plano final, un chico con el uniforme de cartero corre tras el vagón de feria ambulante: el virus de la rapidité se extiende por todo el mundo. Treinta años después, toda Europa está infectada.

Monsieur Postman vive una forma posible de resistencia. Ninguna forma de regreso a la comunidad sirve para paliar la atomización que producen las nuevas formas de individualización, y la dicotomía de lo individual vs. la comunidad es, de la misma manera, totalmente irrelevante en este dispositivo. Lo que Jacques Tati propone es una estrategia ofensiva de singularización acelerada. Pero ¿cuáles son las máquinas con las que estas singularidades aceleradas se pueden concatenar, en lugar de quedar o bien atrapadas en los contenedores identitarios de la comunidad, o bien estriadas por los aparatos de Estado? ¿Cuál es la naturaleza del nuevo vínculo sin ataduras que se efectúa, no bajo la forma de una homogeneidad coherente, sino más bien como una concatenación múltiple, vinculada por la ausencia de ataduras?

Karl Marx se aproxima a esta cuestión en un texto temprano, Miseria de la Filosofía, describiendo la composición social como un proceso de constitución militante: «Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es nada para sí misma. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política».[1] No es por azar que Marx escribiera con tanta claridad esta descripción de cómo la clase emerge en la lucha —descripción que más tarde habría de ser instrumentalizada como argumento que legitimaría al partido en tanto que aparato de Estado que todo lo controla— en su respuesta a la Filosofía de la pobreza de Proudhon, ya que la cuestión de la composición y la organización fue motivo de controversia entre los campos comunista y anarquista a lo largo de más de un siglo. La literatura marxista-leninista, por su parte, redujo rápidamente la lucha y el proceso de constitución de una «clase para sí» a la oposición entre «clase en sí» y «clase para sí». Un grupo social amplio, partes del cual viven en idénticas o similares condiciones sociales y económicas, es descrito en la cita anterior como «clase en sí». La objetivación empírica de este grupo, no obstante, percibe a los individuos desconectados entre sí e inconscientes de su vínculo común.

Hay en Marx dos figuras que ni siquiera corresponden al estatuto inconsciente de la «clase en sí»; y ambas tienen varias cosas en común con el actual precariado, tanto con el constructo «precariado desasociado», que he descrito páginas atrás, como con una posible potencia precaria, sobre la que más adelante volveré. El ejemplo clásico del estado de separación en su forma extrema, que ni siquiera puede considerarse una «clase en sí», y que es por tanto también un ejemplo de la imposibilidad de intervenir mediante la acción y la lucha comunes, es el de los campesinos parcelarios franceses. Marx escribió en 1852, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: «Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas [Verkehr] entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación y por la pobreza de los campesinos».[2]

El campesino parcelario es el paradigma del aislamiento. En esta situación de separación espacial, los campesinos logran el intercambio con la naturaleza, pero no «un trato con la sociedad». El concepto de Verkehr (trato, relación), que Marx utiliza al igual que su adversario anarquista individualista de la época, Max Stirner, significa aquí algo más que una fundamentación empírica de la clase compartida por ambos. De la adición arbitraria de unidades semejantes (en la conocida imagen de Marx, muchas patatas metidas en un saco de patatas) no resulta una unión, una organización política. Al contrario, bajo el gobierno populista radical del «segundo Napoleón» Louis Bonaparte, los campesinos parcelarios están condenados al aislamiento y a la separación, a la imposibilidad de tratar entre sí, resultando incapaces de «hacer valer su interés de clase en su propio nombre» y de representarse a sí mismos; Marx enfatiza esto último. Su modo de existencia y de producción, que está basado en una radical división del espacio y en el aislamiento de los cuerpos, hace imposible toda práctica de intercambio, de trato. Desde el punto de vista de la jerga marxista-leninista, es precisamente la ausencia de trato y de comunicación que afecta al campesino parcelario, su extremo aislamiento, lo que impide que se den las condiciones para que se convierta en «clase para sí». Los campesinos parcelarios no son ni siquiera una «clase en sí», ni pueden por tanto tomar conciencia de su situación común para desarrollar estrategias generales que vayan más allá de las disputas locales. Carecen de la potencialidad de la «clase en sí», de la potencialidad de la masa cuyas condiciones económicas la identifican como clase, aunque no haya caído aún en la cuenta de qué es lo que tiene en común, aunque no haya fundado aún una organización, porque se lo impiden sus condiciones de vida.

Hay en Marx todavía otra figura que representa el afuera inorganizable: el lumpenproletariado. Se podría decir que en todos los casos en los que el concepto marxiano de proletariado se ha visto fijado mediante una lógica identitaria, también se ha visto fijado el lumpenproletariado mediante una descripción tanto positivista como moralizante, como un afuera perfectamente separado de todo lo que puede ser organizado. Los aspectos problemáticos de este tipo de fijaciones se pueden observar, por un lado, en las nociones basadas en una lógica identitaria que son propias del marxismo científico, las cuales identifican y clasifican como proletariado a un grupo perfectamente distinguible, y por otro lado, en la figura canonizada de la dictadura del proletariado. Desde ese punto de vista, el lumpenproletariado se convierte en una combinación de últimos restos de la era preindustrial y presencia transitoria en la ciudad industrial: «Junto a roués [libertinos], arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos licenciados de tropa, licenciados de presidio, esclavos huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni [granujas], carteristas y rateros, jugadores maquereaux [macarras], dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos; en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohéme [...]».[3] Mientras que, para Marx, los campesinos parcelarios se veían obligados a permanecer en su situación de no-clase debido a su situación empírica, sobre el lumpenproletariado se moraliza: «ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la sociedad».[4] Y la constante, la conexión y la supuesta representación de ambos sectores de la población —de los que se piensa que son el afuera absoluto, porque no pueden o no van a organizarse por sí mismos— resulta ser, paradójicamente, el Jefe de Estado: Louis Bonaparte, quien se erige en cabeza del lumpenproletariado y de los campesinos parcelarios.

Produce cierta sorpresa que, en Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Marx sume a las anteriores categorías de sujetos contrarrevolucionarios refractarios al trabajo (el análogo histórico del «precariado desasociado») la aristocracia financiera (quizá el análogo de la «bohemia digital»), a la que considera también parte del lumpenproletariado: «La aristocracia financiera, lo mismo en sus métodos de adquisición, que en sus placeres, no es más que el renacimiento del lumpemproletariado [sic] en las cumbres de la sociedad burguesa».[5] En otras palabras, con esta heterogeneización del lumpenproletariado, lo que tenemos es una imagen del afuera que se filtra en la sociedad, y que no es equiparable a las «clases bajas». Podemos observar esta queja de Marx por la improductividad de este lumpenproletariado difuso como una forma temprana de la construcción del precariado desasociado, en tanto en cuanto ambas representaciones imputan una intencionada autoexclusión y marginalización de sí. Y aunque esa descripción marxiana que combina a los campesinos parcelarios —excluidos de la relación social— con el lumpenproletariado —que no está dispuesto a organizarse— no arroja mucha luz sobre la cuestión de la recomposición social, es posible a pesar de todo identificar en ella las condiciones previas que podrían dar lugar al precariado como una figura que, por su carácter de sucesor expansivo de ese lumpenproletariado difuso, podría tomar parte en formas de concatenación ofensiva que se dan, en potencia, en la nueva parcela general del trabajo y la vida.

En el esquema marxista-leninista clásico, el gigante proletariado dormido, a diferencia del lumpenproletariado aventurero y de los esclavos aislados en las pequeñas parcelas, sólo necesita despertarse, o ser despertado por la conciencia de clase y el partido. En otras palabras, es el correlato de la situación de «clase en sí» y sólo necesita volver en sí para convertirse en «clase para sí», mediante la forma de organización correcta. El concepto de proletario —el cual, en su condición de miembro de las clases más bajas, sólo servía al Estado romano de la Antigüedad para proporcionar una prole, y que es también, desde la perspectiva marxista, el trabajador asalariado que no posee la propiedad de los medios de producción— implica homogeneidad en muchos sentidos. Si incluso la mera figura del trabajador asalariado representa un concepto normalizador dominante, más aún lo supone la «clase para sí» proletaria que surge a través de ciertas formas concretas de organización: los sindicatos y los partidos políticos de masas; la cual, es más, sólo como clase unificada puede llevar a cabo la lucha contra la clase dominante.

Aunque la alusión al término proletariado que contiene el actual precariado parece sugerir que este último constituye el movimiento y la organización de los dispersos sujetos precarios, tal dispersión hace que éstos sean análogos, por una parte, a los campesinos parcelarios; mientras que, por otra parte, su situación social general los hace más bien análogos al lumpenproletariado. A diferencia de la imagen del gigante dormido del proletariado, que debe ser despertado por la conciencia de clase y el partido político, el precariado es un monstruo que no conoce el sueño. Es imposible que pueda darse en relación a él un movimiento teleológico que conduzca del sueño a la conciencia de clase; tampoco puede aplicarse al precariado el diagnóstico empírico de la clase en sí, ni invocarse en su caso la clase para sí. Lo que encontramos a propósito del precariado es un devenir, un cuestionamiento y una lucha constantes. El precariado no puede constituir la respuesta a un problema empírico determinado ni a un futuro modelo de salvación. Ni tan siquiera es meramente el otro polo de la precariedad, es decir, análogamente a como la «clase para sí» se relaciona con la «clase en sí». La figura de los precarios y las precarias indica dispersión, fragilidad, multitud: no representa una formación unificada, homogénea u ontológica, sino que más bien se distribuye y dispersa en muchos «puntos calientes»; y esto es así no sólo por su debilidad o incapacidad, sino también por su discontinuidad geográfica, por su distribución en el espacio y por la dispersión de su producción. Sea cual sea la forma de concatenación que el precariado asuma, la forma de (auto) organización que desarrolle, el término indica de por sí que en sus modos de cooperación nunca se da una vuelta atrás a la uniformidad y a la estructuralización. Si el precariado es algo, ese algo es propiamente ser precario.

Para poder captar la cualidad maquínica de esta potencialidad y precariedad de los precarios y precarias, echemos un último vistazo al amplísimo campo de las lenguas indoeuropeas. En él, el griego mechané y el latín machina muestran su conexión etimológica con la hipotética raíz indoeuropea *magh, que a su vez se relaciona probablemente con maghá en el indio antiguo y el magu del iraní; todo ello se refiere al campo semántico poder, fuerza, capacidad. Además del eco que encuentra en varias lenguas eslavas, *magh es también la raíz del antiguo algo alemán Macht, del anglosajón maegen y del gótico mahts. Si queremos hacer uso de esta línea etimológica para responder a mi pregunta sobre el modo maquínico de composición social y de concatenación, entonces, en lugar de entender este poder como sinónimo de dominación, hemos de tomarlo desde el inicio, siguiendo a Foucault, más bien como relación de fuerzas. En este sentido, la máquina no es el medio de un sujeto poderoso que cumple así su intercambio metabólico con la naturaleza, sino una relación diferencial, un agenciamiento que proporciona impulsos para que se efectúen modos de subjetivación específicos. Y sobre todo, siguiendo a Spinoza, el poder se debe entender aquí como una potencia, una capacidad y un posible que son previos a toda estratificación, apropiación e instrumentalización.

Esta potencia, esta capacidad, es el poder de las máquinas abstractas. La constelación terminológica que conforman el poder-posible-maquínico y la abstracción señala en primer lugar la relación inextricable que se da entre la potencia y la efectuación. En este orden de cosas, la abstracción no se refiere a la disociación, la separación o el distanciamiento frente a «lo real». La abstracción de las máquinas abstractas no se caracteriza por separar lo social y la máquina técnica, lo general y lo particular. Entiendo las máquinas abstractas no como algo que efectúa un distanciamiento o separación frente a lo real, sino como concatenaciones transversales que atraviesan múltiples planos de inmanencia, permitiendo y multiplicando en éstos las conexiones. Además, el modo en que las máquinas abstractas se correlacionan con la capacidad y lo posible no implica que estén separadas de la «realidad» en un primer momento, para después «crecer junto con» lo real, concretándose. Las máquinas abstractas no son en ningún momento ni universales ni ideales, son máquinas virtuales-reales de posibilidad. No existen antes y más allá, sino que existen a este lado de la separación de agenciamientos de signos y agenciamientos de cuerpos, de formas de expresión y formas de contenido, de dispositivos discursivos y no discursivos, de lo que es decible y lo que es visible. Existen a este lado de la separación, pero aun así no exacerban la oposición de cuerpos y signos, sino que más bien permiten que unos y otros fluyan juntos.

La máquina abstracta «trascendental», es decir, la máquina abstracta que permanece aislada en su condición de esquema, que no logra entrar en contacto con concatenaciones concretas, es sólo un caso especial. Máquinas letales como la legislativa-ejecutiva de En la colonia penitenciaria de Kafka o la amorosa de El supermacho de Alfred Jarry, por muy complejas que sean, no son sino máquinas «muertas», porque carecen de concatenación sociopolítica. La máquina que en la colonia penitenciaria tatúa la sentencia, como un juicio pronunciado por Dios, sobre el cuerpo del delincuente, establece una relación inmediata (no mediada) entre cuerpos y signos; pero tras la muerte del anterior comandante, a cuyas órdenes había estado, dejó de tener relación con las máquinas sociales. Su caso es semejante al de la máquina amorosa que se enamora del «Supermacho», y al cual acaba asesinando: la máquina, construida en realidad para ayudar al Supermacho a ejecutar mejores actuaciones amatorias, adquiere un alto voltaje letal y destruye cualquier concatenación concreta. El Supermacho y el oficial de la colonia penitenciaria mueren de la misma forma en sus respectivas máquinas: no como componentes de la máquina, no como uno de sus engranajes, sino como materia prima de la misma. Aun así, la unión del humano mecanizado con la máquina técnica humanizada persiste, a la manera de una abstracción «trascendental», incluso en ese estado de relación de intercambio unidimensional. Porque las máquinas que —como la enjuiciadora-ejecutora de la colonia penitenciaria y la amadora-asesina del Supermacho— no pueden extenderse ni expandirse mediante el montaje, encuentran su lógico final en el desmontaje y la destrucción de sí mismas. Esto es siempre así para el caso especial de la máquina abstracta «muerta», «trascendental».

Pero entonces, ¿cómo hemos de imaginarnos una máquina abstracta «viva»?, ¿cuál habría de ser su cualidad e intensidad?, ¿cuáles sus componentes? El poder y la abstracción de la máquina abstracta son evidentes en sus tres componentes, llevando inscrita todos ellos una profunda ambivalencia: difusión, virtuosismo, monstruosidad: (1) la difusión de la máquina abstracta significa que está dispersa entre los más diversos lugares y modos de producción y estratos sociales; (2) el virtuosismo de la máquina abstracta se refiere a su carácter de conocimiento abstracto, de trabajo cognitivo y afectivo, y de general intellect; (3) la monstruosidad de la máquina abstracta indica que su disposición es la de una forma informe.

En su «novela moderna» El Supermacho (Le Surmâle, 1902), que acabo de citar, Alfred Jarry creó un paradójico antihéroe, que es en realidad un hombre perfectamente convencional, casi extraordinariamente ordinario. Al Supermacho Marcueil no le va mucho el ejercicio físico, no está suficientemente en forma. «El hombre cuya fuerza es ilimitada» se marea en el tren y tiene miedo de los accidentes. Y a pesar de todo, al interaccionar y confrontarse con las máquinas, Marcueil desarrolla poderes maquínicos «sobrehumanos», convirtiéndose él mismo en una máquina abstracta. Aunque la novela está escrita como una loca utopía situada en el futuro (1920), la difusión, virtuosismo y monstruosidad del «Supermacho» es inmanente. En la «Carrera de las Diez Mil Millas», una disparatada carrera se decide entre un tren expreso y un equipo de cinco o seis ciclistas uncidos entre sí: «Tumbados horizontalmente en la quintupleta del modelo ordinario de carrera 1920, sin manillar, con ruedas de quince milímetros, desarrollo de cincuenta y siete metros con treinta y cuatro, con las caras situadas por debajo de los sillines en unas máscaras destinadas a abrigarnos del viento y del polvo; con nuestras diez piernas unidas, las derechas y las izquierdas, por alambres de aluminio».[6] No bastando con que los ciclistas muestren una completa fusión con su máquina, se les alimenta además con una comida especial, la Perpetual-Motion-Food (la comida del movimiento perpetuo), la promoción de la cual es precisamente el motivo de la Carrera de la Diez Mil Millas.

En los primeros momentos de esta prueba de fuerza entre la locomotora mecánica y la biomáquina dopada, ninguna de las dos adquiere ventaja. Durante un largo recorrido, el tren y la máquina humana supercorredora van a la par; no importa que uno de los ciclistas haya muerto exhausto o por efecto del dopaje: «sobre la máquina se duerme bien; por lo tanto sobre la máquina se muere bien y no ofrece inconvenientes». Al principio, el resto del equipo tiene la tentación de desenroscar los tornillos que sujetan al cadáver («Pero estaba sujeto, encadenado, emplomado, sellado y apostillado en su silla»), aunque después el «peso muerto... no sólo se regularizó sino que se embaló, y el sprint de Jacobs muerto fue un sprint del que no pueden hacerse idea los vivos», de manera que la bicicleta toma de nuevo ventaja. No obstante, cada vez aparecen más indicios de que hay un tercer competidor no oficial implicado en la carrera: una «sombra», un «viejo pedaleador» que surge poco a poco para acabar sobrepasando a ambos competidores: «Pero a una velocidad como la nuestra, nada vivo ni mecánico hubiera sido capaz de seguirnos». Exacto: la tesis del libro es que existe un «y», que conecta lo vivo y lo mecánico, que no se encuentra sin más en la fusión progresiva del hombre y la máquina técnica. El Supermacho se interpone en el camino de los dos equipos como un ciclista medio desesperado: dando tumbos, tropezando y moviendo los pedales en el aire, en una bicicleta desencadenada. Y no porque se haya roto, sino porque conduce en efecto «una máquina sin cadena». El tren expreso quema sus vagones, los ciclistas rajan sus neumáticos para evitar salir despedidos, y aún así no tienen nada que hacer contra el ciclista supermacho que corre zigzagueando. Más rápido que la luz, sobrepasa a las máquinas locomotora y de carreras.

 
1. Cuando Marx, en El 18 Brumario, menciona los pobres medios de comunicación junto con la pobreza como los obstáculos en concreto que impiden que se organicen los campesinos parcelarios —la clase más numerosa en Francia—, toca un punto importante cuya variación podría también representar un giro cualitativo en la cuestión de cómo poner en relación a la concatenación de los «pequeños parcelarios» de hoy. Efectivamente, la dispersión y el aislamiento de los campesinos franceses se repite, de alguna manera, bajo las actuales condiciones postfordistas, y el rechazo a organizarse del lumpenproletariado, «desparramado por aquí y por allá», también se repite. La difusión, la abstracción —en el sentido de dispersión— y la precarización conducen fundamentalmente a la competición, la falta de solidaridad y el oportunismo. Y aunque las circunstancias políticas y económicas del tiempo de la Revolución Industrial eran diferentes de las que tenemos hoy en el capitalismo avanzado postfordista, vuelve a surgir la cuestión de dónde se encuentra la potencia de concatenación de las nuevas singularidades y luchas. Podemos imaginar que la comunicación entre los campesinos parcelarios del siglo XIX debía producirse principalmente en forma directa. La dispersión de los lugares y modos de producción se veía necesariamente acompañada por el aislamiento, en contraste con la concentración en la fábrica. El fenómeno actual de la nueva dispersión que provoca la transformación de la fábrica —como paradigma fordista dominante— en el nuevo paradigma —postfordista— del trabajo cognitivo y afectivo, a pesar de ser en apariencia análogo a esa vieja dispersión, implica en realidad una situación totalmente diferente. Porque este nuevo paradigma está basado en realidad en la cooperación, el trato, el intercambio: todas esas acciones son verdaderamente una función del imperativo de la producción postfordista.

En la actual situación, la dispersión no tiene una connotación claramente negativa, en el sentido de que obstruya todo tipo de trato social. Las condiciones presentes apuntan más bien hacia una situación ambivalente, pues se manifiestan en la falta de comunicación directa y también en las nuevas formas de comunicación que existen en potencia en la dispersión. Por tanto, el potencial de generar concatenaciones de singularidades, en lugar de formas comunitarias de crear sociedad, es inherente a los modos de existencia en la abstracción, en la difusión. Mientras que los campesinos parcelarios franceses estaban no sólo dispersos, sino también sometidos al servilismo bajo las formas comunales de familia y municipio, hoy tenemos que inventar nuevas formas de concatenación que nos permitan utilizar a favor nuestro la difusión de las singularidades, con el fin de poder desertar de la servidumbre maquínica y de la sujeción social: concatenaciones de máquinas desencadenadas, conectadas entre sí por la ausencia de ataduras.

No hay duda de que los medios de comunicación son hoy bastante accesibles para cada vez más personas. Incluso las desigualdades extremas que se dan en el orden geopolítico, en lo que se refiere al acceso a la comunicación, se están viendo seriamente trastocadas. Al mismo tiempo, tenemos claro hoy día que este cambio en las condiciones del pasado al presente no equivale necesariamente a que el uso emancipatorio sea inherente a los medios de comunicación. La servidumbre maquínica, los modos conductistas de subjetivación que van más allá de la sujeción social, son el lado oscuro gubernamental de la potencialidad que albergan los medios de comunicación avanzados. Nuestra dependencia de las máquinas se multiplica mediante nuestro continuo acoplamiento a las mismas. El refinado arte de la servidumbre maquínica entrelaza la vida permanentemente online con el imperativo de la vida en aprendizaje permanente, y con la irresoluble combinación de negocios y afectos. Los flujos de deseo de esos acoplamientos ubicuos generan nuevas formas de dependencia, que hacen que la penetración material de la máquina técnica en el cuerpo humano parezca una escena de terror secundaria. Y aun así, las máquinas deseantes no son simples herramientas para la servidumbre maquínica; ni las pequeñas ventajas ni los usos resistentes de las nuevas máquinas abstractas y difusas en dispersión están, de ninguna manera, siempre sobrecodificados.

 
2. Más allá de las condiciones tecnológicas y técnicas-comunicativas, el material fundamental que manejan las máquinas abstractas es la producción de saber y el trabajo cognitivo. Si la difusión de la cooperación, de la relación y del intercambio es el imperativo que estructura la producción postfordista, el virtuosismo del saber abstracto es su materia prima. Marx describe la máquina de la revolución industrial en el «Fragmento» como algo que tiene alma propia, automoción y virtuosismo. La máquina adquiere el virtuosismo de los trabajadores, cuyo virtuoso manejo de sus instrumentos de trabajo, de sus herramientas, era antaño lo que movía las máquinas; pero cuyo trabajo sobre la máquina y en ella se funde ahora en una actividad que se ve reducida a la pura abstracción, determinada y regulada en todos sus aspectos por el movimiento de la propia maquinaria. En esta relación descrita por Marx se observa una clara separación entre virtuosismo y abstracción: la máquina aparece como un virtuoso, la actividad del trabajador como abstracta. Lo que yo propondría ahora no es una simple reversión de esa nueva relación descrita por Marx, no un retorno a la vieja relación entre trabajadores y medios de trabajo; prefiero apuntar hacia esa separación de virtuosismo y abstracción. Porque dicha separación se difumina bajo las actuales condiciones del capitalismo cognitivo, en las que el virtuosismo encuentra su correlato cada vez más en la abstracción.[7]

Para poder profundizar en esta afirmación, podemos volver de nuevo al concepto introducido por Marx de pasada en el «Fragmento», el concepto de general intellect, que fue también, como se ha explicado, el punto de partida explícito que adoptaron los (post)operaistas italianos para desarrollar sus ideas sobre las luchas de la intelectualidad de masas y el trabajo inmaterial. En Gramática de la multitud, Paolo Virno toma directamente del «Fragmento» marxiano el concepto de general intellect. Mientras que en la era industrial el saber social se suponía que era completamente absorbido por las máquinas técnicas, esto es totalmente impensable en el contexto postfordista: «Habría que considerar el aspecto por el cual el intelecto general, más que encarnarse —o mejor, aferrarse— al sistema de máquinas, existe como atributo del trabajo vivo».[8] Virno enfatiza que toda una constelación de conceptos, de «pensamientos y discursos», se produce específicamente en el seno de los procesos de trabajo contemporáneos, y que esos conceptos funcionan, ellos mismos, como máquinas productivas, «sin que deban adoptar un cuerpo mecánico ni tampoco un alma electrónica». Virno despliega, a partir de los campos del saber abstracto y del lenguaje, un pensamiento maquínico de lo maquínico que va más allá del aferramiento.

En las tesis de Virno, las máquinas teoréticas marxista y postestructuralista, Marx y Guattari, se solapan finalmente. Por la propia lógica del desarrollo económico y de los modos de producción, es necesario que comprendamos la máquina no como una mera estructura que estría a los trabajadores, ejerciendo sobre ellos la sujeción social y encerrando dentro de sí el saber social. Virno va más allá de la noción que Marx tiene del saber absorbido en el capital fijo de la máquina, para plantear su tesis del carácter social del intelecto: en el postfordismo, la materia prima y el medio de producción del trabajo vivo es la capacidad de pensar, aprender, comunicar, imaginar e inventar, que se expresa por medio del lenguaje. El general intellect ya no se presenta sólo bajo la forma del saber contenido y encerrado en el sistema de las máquinas técnicas, sino más bien bajo la forma de una cooperación inmensurable e ilimitada por parte de los trabajadores cognitivos y afectivos.

Cuando se adopta la concepción marxiana de intelecto poniendo el acento sobre su dimensión general, se señala que el intelecto no debe entenderse como una competencia exclusiva de un individuo, sino más bien como una cualidad transversal, maquínica-social, como saber abstracto en el sentido del concepto de abstracción al que antes he aludido. La «generalización» que resuena en conceptos como «abstracto» y «general» no debe entenderse —a pesar de que pueda parecer que es eso lo que se sugiere— en el sentido de una totalización o universalización, sino como la tendencia de una potencialidad que todo el mundo comparte, que se abre hacia todas las direcciones. El virtuosismo aparece en el trabajo social como una ejecución cuya partitura es el general intellect. El aspecto «transindividual» del general intellect no se refiere sólo a la totalidad del saber acumulado por la especie humana, sino al carácter común de una capacidad que es previa; pero sobre todo se refiere a la acción del trabajo vivo coordinado entre los trabajadores cognitivos, a su interacción comunicativa, a la abstracción y a la autorreflexión, a su cooperación. Empero, se puede plantear una objeción que contradice a Virno, en el sentido de que no se necesitan constantes antropológicas de ningún tipo para poder imaginar una intelectualidad singular-abstracta, ni siquiera necesitamos pensar en una cualidad «preindividual» del lenguaje y la razón. En realidad, lo que las máquinas abstractas frustran es, en concreto, la separación entre lo decible y lo visible, lo general y lo individual, la abstracción y el virtuosismo.

 
3. En ese idiosincrásico ir y venir entre los mundos, entre las diversas zonas de inmanencia estricta, como vemos en El tercer policía, existe una siniestra región subterránea, una máquina de eternidad, la cual, en la novela de Flann O'Brien, ha de ser mantenida en un cierto balance por parte de los dos policías, de manera que sus «medidas» no se disparen hasta la «zona de peligro». En la entrada a esta eternidad existe un ascensor que desciende a una velocidad increíble. La propia eternidad demuestra ser una combinación de largos pasillos y salas gigantescas que parecen ser idénticas.

La máquina de eternidad recibe este nombre porque en su interior no transcurre el tiempo. Pero no es sólo el tiempo el que se mantiene quieto, sino también el espacio: la eternidad no tiene ninguna dimensión en absoluto, «porque no existen diferencias en ninguna de las partes de su inmutable igualdad recíproca». De acuerdo con esto, hay también cosas en este espacio inmensurable que no tienen dimensiones conocidas, que escapan a cualquier posible descripción. Ni siquiera su apariencia puede ser captada por la vista. Tienen la característica especial de no tener características, la forma especial de carecer de formas.

Las máquinas abstractas son este tipo de cosas, pues ellas tampoco tienen forma; son informes, amorfas, deformes. Así y todo, su informidad no se debe entender en el sentido de un defecto o de una carencia, sino más bien como la precondición ambivalente para que puedan hacer surgir el miedo, y también para que puedan inventar nuevas y terroríficas formas de concatenación. En un extremo de los actuales modos de existencia que se dan en el seno del capitalismo cognitivo, existe un tipo de informidad que funciona como el disparadero del desbordamiento mutuo y la interconexión entre el miedo y la ansiedad, un agenciamiento difuso que no se puede comprender reduciéndolo a categorías psicológicas o antropológicas, ni se puede tampoco conducir a una lucha desesperada por recuperar las condiciones fordistas de trabajo asalariado. La incertidumbre de las condiciones de trabajo, los modos irregulares de vida y la omnipresencia de la precarización hacen que la ansiedad se difunda en todas las situaciones sociales como un problema que ya no es solamente mental. En el otro extremo, existe la informidad como una potencialidad que permitiría el desarrollo de una monstruosidad terrorífica: nuevas clases peligrosas, masas no-conformantes, monstruos precarios micropolíticos. Aquí, las máquinas abstractas se deben entender como no-formas antiidentitarias, y como la potencialidad de conformar nuevas formas de expresión y contenido que se materializarían en concatenaciones concretas. El poder y la capacidad de las máquinas abstractas residen en este ataque monstruoso tanto a la forma estriada/estriadora de los aparatos de Estado, como al tipo de enclaustramiento que amalgama en el interior de una comunidad.

Digámoslo de nuevo: el carácter difuso, virtuoso, monstruoso de las máquinas abstractas se debe contemplar como ambivalente. Al igual que todas las máquinas, las máquinas abstractas son componentes productivos del capitalismo cognitivo: puede que sean cooptadas en el momento mismo en que se realizan o imaginan, al momento de ser inventadas. Empero, su ambivalencia también implica que en cada pensamiento y en cada experiencia de inmanencia existen algunas posibilidades, aunque sean mínimas, de que surja un tipo de diferencia maquínica aún no cooptada. Estas posibilidades son probablemente la fuente de ese encanto insuperable que tienen también a veces las bicicletas, no sólo en las ficciones cinematográficas y literarias, sino también en la realidad, como sucedió el 19 de mayo de 2007, cuando la ladyride atravesó Viena ejecutando una apropiación queer de las movilizaciones masivas en bicicleta inventadas por la Critical Mass y, al mismo tiempo, efectuando una genealogía de la función que la bicicleta tuvo en el temprano women's movement. Bajo el lema «Won't you bike my ladyride?», un grupo de activistas ladyfest de todos los géneros rodaron de una estación a otra de su trayecto.[9] Estas estaciones se referían a la situación política de la ciudad y tocaban sus historias robadas, silenciadas y saqueadas, desde la historia de las víctimas trans-les-bi-gays del nacionalsocialismo, hasta la historia de las luchas en torno al trabajo sexual o migrante. Un enjambre de ladrones y ladronas en bicicleta se reapropiaban de la calle y de la ciudad en un tour feminista y queer sobre ruedas. La ruta no sólo comprendía paradas en enclaves con vistas, sino también «apaciguamientos» colectivos del tráfico y bloqueos de calles espontáneos. «Pita si nos amas», era uno de sus eslóganes; y también: «Wer ist der Verkehr? Wir sind der Verkehr!».[10]

Es precisamente en esto en lo que consiste esa cualidad de la máquina que va más allá de cualquier interpretación humanista, mecanista o cibernética: en su insistente poder disonante, en su monstruosa potencia y goce, en su ambigua reinvención del Verkehr como una concatenación no-conformante[11] de diferencias, singularidades y multitudes en una composición a-armónica que no tiene necesidad de ningún compositor.



[1] Karl Marx, Miseria de la filosofía, trad. de Martí Soler, México, Siglo XXI, 1987 (10ª), p. 120.

[2] Karl Marx, «El 18 Brumario de Luis Bonaparte», versión de Editorial Progreso, Obras escogidas de Marx y Engels, Tomo I, Madrid, Ayuso, 1975, p. 318.

[3] Ibidem, pp. 279-280.

[4] Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, trad. de Francisco Fernández Buey, Barcelona, El Viejo Topo, 1997, p. 38.

[5] Karl Marx, «Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850», en Obras escogidas de Marx y Engels, op. cit., pp. 128-129; énfasis en el original.

[6] Alfred Jarry, El Supermacho, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Valdemar, 1997, p. 61.

[7] Sobre la cuestión del virtuosismo después y más allá de Marx, véase Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 2003; Paolo Virno, Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, trad. de Adriana Gómez, Juan Domingo Estop y Miguel Santucho, Madrid, Traficantes de Sueños, 2003; e Isabell Lorey, «VirtuosInnen der Freiheit. Zur Implosion von politischer Virtuosität und produktiver Arbeit», en Grundrisse, núm. 23, http://www.grundrisse.net/grundrisse23/isabell_lorey.htm.

[8] Paolo Virno, op. cit., p. 66.

[9] El primer festival musical Ladyfest tuvo lugar en agosto de 2000 en Olympia (WA, Estados Unidos), y desde entonces se ha celebrado en numerosas ocasiones en ciudades de todo el mundo, habiéndose convertido en una importante herramienta global de subversión feminista-queer en el ámbito de la cultura popular, que hunde sus raíces en fenómenos como el movimiento musical de las riot grrrls: «En el mundo de la música hay una tendencia a mostrar cada vez más a las mujeres como objetos, en los vídeos y en las letras de canciones misóginas [...] Ladyfest se significa por ser un lugar donde la gente puede discutir sus puntos de vista sobre estos y otros varios asuntos, donde asistir a espectáculos hechos por mujeres, o donde sólo vas a pasar un buen rato en un espacio donde puedes sentirte segura y cómoda contigo misma» (visítese http://www.ladyfest.org, http://www.ladyfestspain.org). El lema «Won't you bike my ladyride?» invierte la invitación «Won't you ride my bike?» (¿Por qué no te montas en mi bici?), jugando también con su connotación sexual. [N. del T.]

[10] Encontramos aquí una bifurcación de la palabra alemana Verkehr, que indica: (1) el tráfico de coches, bicicletas y personas en el espacio de la ciudad, (2) una apropiación queer del término Geschlechtsverkehr (relación, intercambio o comercio sexual), (3) la relación o el trato social, en el sentido en que lo utilizaban, como ya vimos, Marx y Stirner. El lema Wer ist der Verkehr? Wir sind der Verkehr! adquiere así un significado ambivalente a partir de su aparente sencillez: «¿Quién es el tráfico? ¡Nosotras y nosotros somos el tráfico!». [N. del A. y del T.]

[11] «No-conformante» [nonkonformen, non-conforming]: neologismo habitual del autor, con un doble sentido: se refiere a aquellas prácticas que no se conforman de acuerdo con (que se postulan como instancias contra) el poder estatal; pero también «no-conformantes» hacia su interior, rechazando la homogeneización al insistir en la diferencia de sus singularidades. [N. del A. y del T.]

Gerald Raunig

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